“- Va a soplar viento del Este, Watson.
– A mí no me lo parece, Holmes. Hace mucho calor.
– ¡El bueno de Watson! Es usted lo único inalterable en una época en la que todo cambia. Pero, aun así, va a soplar viento del Este, un viento como nunca se ha visto soplar en Inglaterra. Será un viento frío y crudo, Watson, y puede que muchos de nosotros nos apaguemos bajo su soplo. Pero, con todo, es Dios quien envía el viento, y cuando amaine la tormenta, el sol brillará sobre una tierra más limpia, mejor y más fuerte.”
(“El último saludo”, en El último saludo de Sherlock Holmes)
Sirva este título como homenaje y modesto comentario al artículo de Antonio Muñoz Molina “El detective inexistente”, publicado en ABC el 3 de septiembre de 1988, que refleja de una manera acertada pero lánguida el sentimiento de muchos lectores que, como él mismo dice, “no tienen a sus semejantes verdaderos en la vida real, sino en los domicilios minuciosamente numerados y falsos de los libros”. No deja de ser curioso viajar a Londres e ir a visitar la antigua casa de alguien a quien nunca se ha visto en persona, pero de quien se conocen hasta sus más íntimos detalles.
Holmes, la creación que impulsó a la fama a Arthur Conan Doyle, es un espléndido ejemplo de este tipo de “personajes” sorprendentemente ficticios que además poseen vida propia, una vida que han de ganarse muchas veces a costa de su creador, que asiste con sorpresa y recelo a la progresiva independencia de sus invenciones.
Fernando Savater también se refiere en dos de sus libros, Criaturas del aire y La infancia recuperada, al fenómeno fetichista que provoca el detective, aunque describe su encuentro con los falsos vestigios con algo más de emoción y menos tragedia. “Hace poco fui a verle: allí estaba su pipa, su violín, el maniquí asesinado de un balazo en una peligrosa ocasión… Una troupe de americanos subió estrepitosamente la escalera que lleva al pequeño cuarto de Holmes mientras yo estaba allí; una señora gorda me preguntó: ¿Dónde está él? Le respondí: Ha salido a dar una vuelta por Whitechapel, madame, pero puede volver en cualquier momento”.
Sin duda, no es difícil imaginar, como hicieron los encargados del pub Sherlock Holmes (el londinense, no el californiano: a Holmes no le quedarían bien unas bermudas en vez de su macfarlan, un chicle en la boca sustituyendo el sabor de la nicotina y un inglés chirriante muy distinto al que, escuchando sus palabras escritas, realmente tiene), al detective en su ambiente natural, rodeado de todo aquello que Conan Doyle describe en sus relatos (quizá crónicas), arrebujado en el sofá con la mirada perdida, realizando experimentos químicos, o leyendo la prensa matutina en la mesa ante el desayuno. ¿Cómo se puede dudar de la existencia de Holmes, si conocemos al dedillo su biografía?
Al legendario detective sólo le falta registrarse como ciudadano inglés por derecho, porque el resto de los requisitos para considerar a un hombre como existente los cumple con creces. Podemos dar el mismo crédito a Holmes como personaje literario convertido en ser humano que a los ausentes en las fotos trucadas del estalinismo o a los actuales seres virtuales que viven en muchos ordenadores. Willis G. Frick, creador de Sherlocktron’s Page, una de las miles de páginas Web dedicadas al detective y su autor, escribe: “A menudo me preguntan: ¿Era Sherlock Holmes una persona real o un personaje de ficción? La respuesta es: si…”
Holmes, recordémoslo, tuvo una dirección, el 221 B de Baker Street, cerca del Regent’s Park londinense. Conocemos todos sus gustos y manías, su difícil carácter, sus andanzas fechadas con todo detalle y localizadas en escenarios no sólo londinenses sino europeos en general (Escocia, Suiza, Francia…), sabemos que cuando conoció a Watson trabajaba en el laboratorio de química del San Bartholomew Hospital en Newgate Street (donde una placa recuerda el acontecimiento), y el número de escalones que hay que subir para llegar a su apartamento. Hasta sabemos, si nos fiamos de la cronología elaborada por Baring Gould, que murió en 1957 en Sussex, como su creador.
Hay ejemplos pintorescos que subrayan la extraordinaria popularidad del detective, al que en numerosas ocasiones se confundía con su autor (que normalmente ha sido más identificado con Watson, ‘el escudero). Así, Holmes era uno de los tres personajes públicos preferidos por los oficiales franceses, y no digamos nada del ciudadano inglés… Una anécdota bien conocida, recogida por Javier Marías en su libro Vidas escritas, es que cuando Conan Doyle fue nombrado Sir en 1902 con motivo de su labor en la Guerra de los Boers (sin duda no sería la única razón), la gente le aclamaba por la calle gritando: “¡Viva Sir Sherlock Holmes!”. Conan Doyle, a pesar del odio que sintió en ocasiones por su más célebre personaje, subió a los altares de la fama gracias a él, consiguiendo las mejores comodidades allá donde iba: Estados Unidos, Inglaterra… En todos lados las autoridades le trataban como a un héroe nacional. En parte, sin duda, porque creían estar tratando con el verdadero Holmes, y no con esa persona ficticia que se hacía llamar Sir Arthur Conan Doyle, que se atrevía a robar hasta el titulo real a quien realmente lo merecía.
A pesar de que las descripciones que hizo Conan Doyle de su personaje nos ayuden a imaginarlo paseando por las calles neblinosas de Londres, contamos con más ayuda, quizá, de la que necesitemos. Tenemos por un lado las magníficas ilustraciones que en su día acompañaron las aventuras del detective en el Strand, realizadas por Sydney Paget y Geo Hutchinson, entre otros, y por otro la enorme lista de actores que representaron en la pantalla las andanzas de Holmes, aportando cada cual su personalidad y su físico, unas veces de manera brillante y otras mediocre. Nuestra imagen del detective puede depender del modo como hayamos llegado a él, por la literatura o el cine, por los grabados de los libros o el rostro de Peter Cushing o Basil Rathborne, pero sus rasgos característicos, su porte esbelto y atlético, el rostro enjuto, la mirada inquisitiva, su nariz fina y aguileña, la barbilla prominente y cuadrada y sus manos huesudas y delicadas, permanecen en nuestra imaginación cuando leemos sus relatos.
Los dibujos originales de Sidney Paget, que acompañan muchos de los relatos –publicados en España por Anaya–, son la primera visión que tuvo el público del detective, en su primera aparición: Estudio en escarlata (1887), publicado en el Beeton’s Christmas Annual. El ilustrador se inspiró en su hermano Walter (que a su vez ilustraría uno de los relatos de Holmes, “La aventura del detective moribundo” en El último saludo de Sherlock Holmes) para realizar el dibujo del detective (aunque viendo la foto de Joseph Bell, del que se hablará más adelante, uno tiende a dudar), mientras que en Watson podemos reconocer sin temor a equivocarnos la figura menos esbelta de Conan Doyle.
Un fenómeno curioso es el ocurrido con Moriarty, el “eterno rival’ de Holmes que tan sólo aparece en un par de sus relatos. Hasta tal punto ha llegado la obsesión por redondear al personaje y por acompañarle incluso de conflictos psicológicos, que hay quien afirma que el perverso delincuente representa algunos de los traumas infantiles del aún más ficticio “niño Holmes” (el amante de su madre, el compañero de clase que la hacía la vida imposible, e incluso su alter ego). Aquí, el psicoanálisis se supera a si mismo: no teniendo suficiente con inventar las vidas de las personas reales, hace lo propio con personajes literarios. Una vez más, queda claro el poder seductor del arrogante detective.
Alrededor de la creación de Sherlock Holmes (nombre que, por cierto, fine impuesto por los editores frente a Sherrinford, propuesto por Conan Doyle) no cabe hacer ningún tipo de hipótesis: Conan Doyle se basó en su profesor de Medicina Joseph Bell, de la Universidad de Edimburgo, para el que trabajó como secretario y del que tomaría para su personaje la sorprendente costumbre de realizar todo tipo de deducciones a primera vista, práctica muy habitual en las clases del citado profesor. Doyle admiraba extraordinariamente esta habilidad, e intentaba practicarla cuando recibía a los pacientes de Bell y hacia los informes previos. Esto, a su vez, dotaba al detective de un proceder científico, a pesar de mantenerse velado, para mayor sorpresa de los lectores. Como él mismo decía, la explicación de sus deducciones le quitaba mérito al golpe de efecto, e incluso Watson llegó a “ofenderle” alguna vez afirmando que sus conclusiones eran de lo más sencillo. Gracias a esta capacidad de análisis y a un proceder exhaustivamente metódico y racional, que ahora es preciso matizar, Holmes era capaz de resolver la mayoría de los casos que se le presentaban sin salir del apartamento, bien oyendo los testimonios de sus clientes o encargando a Watson alguna “excursión”.
Lo curioso de las deducciones de Holmes es, sin duda, su exactitud. No hay que fijarse mucho, sin embargo, para notar algún tipo de trampa (aparte del mero efecto literario). Un ejemplo de tantos es la escena del relato “El intérprete griego” que protagonizan Holmes y su hermano Mycroft (tal para cual), en la que “diseccionan” mentalmente a un miembro del Club Diógenes, sacando todo tipo de conclusiones acerca de su estado laboral, familiar, rango militar, viajes pasados…
Prestando un poco más de atención que la simple fascinación de este ejercicio mental, notamos, como en el resto de las ocasiones, que Holmes, y en este caso también su hermano, parten de una sencilla premisa: el mundo funciona según unas reglas muy determinadas, sobre la base de unas relaciones causales estrictas que no dejan espacio al azar o la libertad. Si un hombre tiene la tez morena, y viste uniforme, por necesidad ha sido un militar destinado en la India. El que haya salido a hacer algunas compras, además, no puede significar otra cosa que ha perdido a su mujer y él se tiene que hacer cargo de sus hijos. Puede que en muchas ocasiones hacer estas inferencias sea lo más lógico, pero a veces sorprende la ausencia de casualidades y azares que den al traste con la lúcida hipótesis holmesiana.
Esto, por supuesto, no desmerece (ni podría hacerlo aunque quisiera) en nada la capacidad intelectual de Holmes, que en todo caso siempre sabe dar con la tecla, ya sea por intuiciones, o gracias a su minucioso conocimiento de temas tan variopintos como las cenizas del tabaco, la tipografía de los diarios londinenses, los motetes de Orlando Lasso o la relación entre las características de la mano y el oficio de las personas. Holmes solfa aplicar estos conocimientos no sólo en la resolución de los casos, sino intentando adivinar la profesión, carácter, traumas, familia y origen de cualquiera que apareciese en el apartamento, para estupefacción de lectores y personajes. Es de notar, no obstante, que en los pocos relatos narrados por Holmes, este efecto pierde fuerza, y eso era algo que el detective conocía, admitiendo a regañadientes que parte del éxito de las “crónicas’ de Watson se debía a su estilo literario, y no exclusivamente a la brillantez del protagonista.
Esta arrogancia de Holmes, que en ocasiones se veía respondida por los hechos o las observaciones de su inseparable compañero nos muestra tan sólo uno de los aspectos del detective, al que su autor dotó de un difícil carácter, acorde en ocasiones con el prototipo victoriano. Algunos de los rasgos más destacados, que se pueden apreciar en la mayoría de sus relatos, son su rectitud, su porte distante, el gusto por la soledad y la reflexión y una posición reacia y desconfiada frente a las mujeres que le llevaba a preferir el trato de los miembros del “Club Diógenes”, entre ellos su hermano. Como curiosidad, habría que añadir algún tinte racista, presente en el relato “Los tres frontones”, del libro El archivo de Sherlock Holmes, en el que se puede leer la siguiente frase Holmes, dirigiéndose a un negro: “¿Nació usted así o se fue poniendo así poco a poco? No le invito a que se siente porque no me gusta cómo huele”. Este aspecto totalmente negativo de la personalidad del detective no ha de servir, sin embargo, para descalificarle, pues hay que entender que Holmes nace en una sociedad colonialista en la que ciertas teorías biológicas justificaban la superioridad del hombre blanco (doctrina que seguramente Conan Doyle compartía).
Respecto a su distanciamiento frente a las mujeres, hay que destacar los numerosos comentarios, que no llegan a ser despectivos, pero que hablan del sexo femenino como un “mal inevitable” al que Holmes nunca se acercará. Sólo hay una mujer que haya tenido el privilegio de seducir al detective: Irene Adler, que aparece en el relato ‘Escándalo en Bohemia”, recogido en Las aventuras de Sherlock Holmes (aunque él mismo afirma que hay otra mujer a la que admira: una que fue ahorcada por envenenar a sus tres hijos para cobrar el seguro (El signo de los cuatro). Admiraba en Adler la belleza, pero también la frialdad y la perspicacia. Para los más morbosos, Conan Doyle reservó una escena en que Holmes ejerce de testigo en una apresurada boda entre la dama y su amante, aunque más tarde el detective se reconforta contemplando la foto que le regalé, olvidando el hecho de que no pudiera resolver el caso. Billy Wilder, frustrado seguramente por este desencuentro amoroso, quiso hacer realidad los sueños del detective, y en su película La vida privada de Sherlock Holmes (1970) consiguió que Adler y Holmes durmieran en la misma cama, aunque luego hubo de separarles trágicamente (porque la encantadora dama era en realidad una espía). En esta misma película se da vueltas al asunto de la vida sexual de Holmes, llegando a insinuarse la homosexualidad del detective. Wilder no hace más que interpretar los datos que se le ofrecen, y la comedia permite ciertas licencias.
No es ésta, ni mucho menos, la única incursión que el mundo del cine ha hecho en la vida y los casos de Holmes. Desde 1900, y de manera más destacada a partir de 1933, cuando Basil Rathbone interpreta al detective, cientos de películas recrean, o inventan, los relatos que Conan Doyle dejó a la posteridad. Incluso se han adaptado los casos de Holmes en dibujos animados, para que hasta los niños perezosos sacien su curiosidad por saber quién es aquel del que todo el mundo habla.
No es sin embargo en las imágenes donde apreciamos la compleja construcción del personaje. Es tal la minuciosidad que Conan Doyle quiso aplicar, que no puede evitar caer en contradicciones (meras piezas de coleccionista que no afectan a la calidad literaria). Una de las más evidentes se pone de manifiesto al comparar la “tabla de conocimientos” que Watson elabora sobre su nuevo y extravagante compañero de vivienda en Estudio en Escarlata y los testimonios que el propio Holmes nos ofrece. Así, según su más íntimo amigo (realmente el único, como el propio Holmes dice), el detective carece de cualquier conocimiento acerca de literatura que no tenga que ver con criminología, a pesar de que en diversas ocasiones leemos en sus diálogos citas de Goethe (uno de sus preferidos), referencias a Poe, lo que da sin duda un toque de realismo al asunto, a poetas ingleses, frases en francés de Flaubert…
Conan Doyle también inculcó en Holmes el gusto por la música clásica, desde piezas medievales a obras de Wagner o Sarasate. Sin olvidar, por supuesto, su gran habilidad técnica y teórica con el violín, con el que, dice Watson, “se le daba mejor improvisar que interpretar”.
En cualquier caso, no pretendo con lo dicho negar la evidencia, y afirmar que Holmes, y todo lo que le rodea, no sólo no es un personaje ficticio sino que además nos ha dejado toda una suerte de vestigios “visitables” y evocadores. Lo que sí quiero destacar es que, por más que un personaje no tenga capacidad para materializarse en persona, Sherlock Holmes ha rebasado las mismas barreras que Hamlet o Don Quijote, llegando a superar a su antecesor Dupin, el detective de Poe, al que Conan Doyle debe estar agradecido. Ha pasado a formar parte de los mitos culturales de occidente, y negar la existencia a un ser mitológico es, si no blasfemar contra la historia de los hombres, al menos, ser injusto con ella.
Pablo C
También cabría destacar la falsa imagen arquetípica que se ha formado alrededor de su figura por causa de Sidney Paget su “ilustrador oficial”, y que hoy en día es el estereotipo del detective. Esa gorra de cazador y esa pipa de calabaza son aún más inexistentes aún que su portador.
De igual forma, la frase: “Elemental, querido Watson” nunca fue pronunciada por el personaje.
Excelente artículo!
Estimado Bernardo
Muchas gracias por su comentario, por sus matizaciones y la información que proporciona, muy interesante esa comparación con Freud. Disculpe si el comentario sobre el psicoan¡lisis es demasiado general o ligero, no hay que tomarlo como una crítica específica, sino como una frase coloquial sin mayores pretensiones.
Un saludo
Estimado colega.. debo decir que lei su articulo entretenidamente. de hecho me es dificil no encontrar algo que involucre a este detective sin que me inmiscuya tarde o temprano.. aunque ciertas peliculas han estado mas alejadas… y ojala asi se conserven mientras les cobro fuerza.
Me agrada su dicotomia de Sherlock Holmes.. y rapido me apuro a sugerirle un libro pero esperando que lo haya leido ya: El signo de los 3: Pierce, Dupin y Holmes.
Mas aparte en ese mismo libro hay un apartado donde se menciona a Sigmund Freud, si si, el llamado padre de la psicologia, aunque solo haya procreado al psicoanalisis. Debo admitir que soy psicologo, y hasta cierto punto me calento un poco el q mosqueara de fea forma al psicoanalisis…pero termine por verlo como lo que es… una fea verdad.
Muchos compañeros en el afan de querer “demostrar” la superioridad del psicoanalisis terminan extraviados viendo irremediablemente cosas donde no lo son… si… tal como ese inspector de policia que visista a maese Dupin.
Solo para acortar este comentario. el punto es que… si tomamos en cuenta donde nace Sherlock (de un medico) y si tomamos en cuenta que Freud fue medico… encontramos un paralelismo interesante… ya que ambos se involucran en el caso dandole importancia esos hechos escondidos, ocultos, pero que estan a simple vista yque muchas de las veces se pueden apreciar en pequeños detalles… en el psicoanalisis le llaman lapsus…
disculpe el comentario tan largo…
fue un gran gusto leerlo