1. Un divertido canto a la esperanza
Bienvenidos al, con mucha probabilidad, más delirante secuestro de la historia de la literatura infantil. A un grupo de bandidos solo se les ocurre esto: secuestrar a una bibliotecaria para pedir al ayuntamiento un rescate por ella. ¡Ja! No la conocen, claro. Lo primero que hace es pegarles el sarampión a todos menos al Bandido-Jefe, ya que lo había pasado de pequeño, ¡y eso que les había advertido antes de que algo así podía ocurrir! Y luego prepárense para el siguiente rosario: cuarentena, dejadez municipal, persecuciones, enamoramientos, catástrofes naturales… así, todo de corrido. ¿Quieren pruebas? Vean estas:
Cuando se recibió en el ayuntamiento la carta pidiendo el rescate, se produjo una gran discusión. Los miembros del Consejo Municipal querían que las cosas se hicieran bien.
—¿Bajo qué concepto consideramos el secuestro de la bibliotecaria? —preguntó uno de los concejales—. ¿El dinero del rescate debe de figurar como un gasto de personal o como un gasto del fondo de cultura?
—La Comisión de Cultura se reunirá dentro de dos semanas —dijo el alcalde—. Propongo que ellos tomen entonces una decisión sobre este punto.
¡Dos semanas, madre mía! ¿Acaso tienen algún sentido de la urgencia? ¡Que es un secuestro! Vale, nos da igual, porque la autora nos lleva a todo trapo por donde quiere. ¿Y dónde creéis que está la bibliotecaria, la señorita Ernestina Laburnum? Pues, para entonces, en una cueva, rodeada de bandidos infectados de sarampión, departiendo con el jefe de la banda de esta guisa:
—¿Está usted segura de que es sarampión? —preguntó—. Me parece una enfermedad muy poco digna para un bandido. Pocas personas quedan bien con granitos en la cara, pero para unos ladrones resulta desastroso. ¿Tomaría usted en serio a un ladrón con granitos?
—No forma parte de las funciones de una bibliotecaria tomar en serio a ningún ladrón, con granitos o sin ellos —replicó Ernestina con altanería—. De todos modos, no podrán volver a robar hasta que no se recuperen del sarampión. No querrán que les echen la culpa de extender el sarampión por todas partes, ¿verdad?
Les emplazo a que le echen un vistazo a la viñeta que recoge esta situación; reparen de paso en lo poco que falta para que se les caigan los ojos a los dos que la escuchan.
2. Por fin… ¡los dibujos!
Que ya nos vale, claro. Porque, durante todos estos meses, no hemos dicho nada de la importancia de las ilustraciones en la literatura infantil, de la relación que estas guardan con el texto. En realidad, la coexistencia de imágenes y texto en la LIJ tiene mucho que ver con el modo en que evoluciona la psique en nuestra especie. A quienes hayan estudiado Filosofía en sus años mozos de instituto, quizá les suenen estas dos ideas: no hay nada en el entendimiento que no haya pasado antes por los sentidos (John Locke); el espacio y el tiempo son formas a priori de la sensibilidad (Immanuel Kant). De otro modo: la información del exterior nos llega a través de los sentidos, muy en particular somos captadores de ondas (sonoras, lumínicas), y previamente nuestro cerebro tiene la facultad de ordenar la realidad en cuatro dimensiones (tres espaciales: alto, ancho, largo; una temporal). Situamos, por tanto, los sucesos en el tiempo y los objetos en el espacio. En términos de comunicación, somos una especie visual e inclusive signante (señalamos cosas desde muy pequeñitos) antes que oral o pictórica; el aprendizaje de los lenguajes no supone en conjunto un proceso fugaz ni mucho menos, y comprender en profundidad el contenido de las representaciones de la realidad que reflejamos a través de expresiones alfanuméricas y gramaticales puede conllevar tranquilamente un cuarto de siglo de la vida de una persona, mediando incluso estudios reglados, a veces tan exigentes como para requerir una dedicación continua a posteriori.
Se entiende, pues, con facilidad por qué los dibujos animados de la televisión resultan tan atractivos para los niños: el reconocimiento de las formas se simplifica mucho, recurriendo en muchas ocasiones a enfatizar los contornos utilizando líneas (lo cual, en realidad, resulta extraño a nuestra percepción natural); el manejo del color constituye un auténtico reclamo; los personajes están muy bien caracterizados, incluso a través de los modos particulares de hablar, y, fundamentalmente, hacen cosas todo el rato. Sin embargo, las ilustraciones de los originales de LIJ no son exactamente lo que entendemos por dibujos animados: tan solo se escogen algunos instantes llamativos (quizá por su carga emocional) de los pasajes o capítulos en que podríamos dividir la obra.
Otro aspecto importante es la relación entre texto y dibujos, sobre todo en cuanto a proporción. Si tomamos como referencia, por ejemplo, los originales para primeros lectores de la serie blanca de El Barco de Vapor, vemos que el peso de los dibujos es superior al del texto en muchas ocasiones, aprovechándose incluso todo el espacio de dos páginas consecutivas para un único dibujo apaisado que las ocuparía así por completo. A medida que crecemos en edad lectora, la proporción de texto aumenta y la de dibujos disminuye, de hecho, en el inicio de la edad adolescente o preadolescencia (12 años) resulta corriente que estos desaparezcan por completo.
Hasta donde alcanzan mis recuerdos, en los años setenta y ochenta, a medida que el niño crecía y se convertía en un chico, el color se iba sustituyendo por blanco y negro (si bien, en ocasiones, los dibujos originales eran en color) y las ilustraciones se alejaban del estilo de los dibujos animados para mostrar un grado de detalle y de realismo mayor. Si se fijan, esto concuerda con las ideas expresadas más arriba acerca de cómo la asunción y compresión de la realidad por parte del niño (y, posteriormente, del chico) configuran un proceso gradual. Pueden, por ejemplo, comparar las ilustraciones de El secuestro de la bibliotecaria con las de Elvis Karlsson.
En el caso que nos ocupa en esta cuarta entrega, merece la pena reseñar que Quentin Blake es un magnífico garabateador de emociones que, según él mismo reconoce, da un gran valor a la espontaneidad del trazo (que luego perfila) y que utiliza como herramientas principales, entre otras, la acuarela y la caja de luz (la cual le permite no perder nunca de vista el borrador original realizado por él mismo). Por su parte, y expresado con mucha menos precisión y de manera más superficial de lo que aquí podría aportarnos un licenciado en artes plásticas, podemos decir que los dibujos de la serie de libros sobre Elvis realizados por Harald Gripe, el marido de la escritora, contienen un grado de detalle mucho mayor, de hecho, en exceso, incurriendo adrede en un recargado uso de la raya (al estilo, digamos, puntillista) que caracteriza incluso la atmósfera de los personajes que aparecen, el mismo aire de una estancia cerrada sin ir más lejos; en algunos en concreto, el empleo además de ciertos claroscuros complementa magníficamente la introversión y el recogimiento del personaje principal.
Nos hayamos, pues, en disposición de presentar una nueva singularidad que caracteriza y distingue a la LIJ (sobre todo en infantil) de otras presentaciones narrativas: lo que se da en realidad es una co-autoría. En multitud de originales, tan autor es el ilustrador como el escritor. Imagino que estas relaciones profesionales entre estas dos clases de artistas se habrán dado de mil formas diferentes (a veces, configuran tándems muy duraderos, ¡diríase inseparables!) con o sin apenas mediación de los editores tradicionales o de las editoriales modernas. ¿Está uno al servicio del otro? Por ejemplo, ¿puede decirle el escritor al ilustrador cómo quiere que sean los dibujos? ¿Supondría esto una intromisión en el trabajo del otro? Las relaciones personales son particularísimas. Algunas personas necesitan toda la libertad del mundo, y otras dan lo mejor de sí cuando se las dirige y se las orienta a través de solicitudes específicas. Con todo, el intercambio de pareceres y de sensibilidades entre artistas parece consustancial al proceso de creación de una obra común; al fin y al cabo, siempre se ha entendido el arte como un espacio de libertad, de enriquecimiento mutuo.
En mi opinión, tanto el narrador como el ilustrador de un original de LIJ son autores en régimen de igualdad, en el sentido de que tan importante es el uno como el otro. La única diferencia es que resulta normal, o el caso notablemente mayoritario si así lo prefieren, que el ilustrador dependa un poco más del narrador. Este último le suministra los referentes (el texto) que motivan sus dibujos; pero ello no significa en modo alguno que uno sea un creador de primera y el otro uno de segunda. En realidad, todo artista necesita referentes. Recordemos que el narrador se nutre antes de la realidad circundante.
El arte, cualquier arte, consiste en una representación de la realidad (precisamente, aquella que penetra por los sentidos y que cotidianamente ordenamos en el tiempo y en el espacio, tal y como ya apuntamos). Si lo piensan bien, incluso los lectores tenemos una parte de proceso creativo asociado, derivado del propio hecho de la lectura, si bien del todo privado salvo que intercambiemos pareceres, claro: ¿acaso no se han sorprendido a ustedes mismos imaginando cómo serían los personajes, sus caras por ejemplo, o los lugares que aparecen en las páginas que transitan? El ilustrador de LIJ, no obstante, lo que hace es concretar cómo son los lugares y los personajes (qué aspecto tienen) opción tan lícita como cualquier otra y tan llena de sentido cuando se trata del público infantil, pues supone además una ayuda suplementaria para quienes aún necesitan de estímulos visuales, plásticos —que disfrutar, mencionémoslo— de peso en esa transición evolutiva que supondrá el manejo de abstracciones ya mucho más propias de las edades adultas.
3. ¿Adagio o allegro?
Si encuentro el modo de redactarlo, nos ocuparemos en una entrega futura de qué hace grande a un original de LIJ. Pero les anticipo que el secreto no reside en que todas las claves narrativas se presenten en todo su esplendor, sino en algo que conocen muy bien los ajedrecistas: el sacrificio para alcanzar un objetivo mayor: igual que en una partida de ajedrez ciertas piezas pierden brillo y hasta sucumben adrede con el fin de potenciar a otras que resultarán mucho más decisivas en determinadas posiciones, también en un original de nivel cabe que ciertas claves narrativas se traten menos exhaustivamente, que queden así relegadas, de modo que otras cobren un protagonismo que constituirá la base de un resultado impactante. Algo de esto vimos en aquel cuarto epígrafe, titulado Cuando menos es más, de la entrega dedicada a Campos verdes, campos grises.
De momento, quiero recordarles que, en estas entregas, buscamos detectar lo singular. Ya lo hicimos en el cuento que analizamos de Rodari cuando hablamos del modo tan especial en que se podía entender el manejo del tiempo narrativo en el viaje que el autor relataba. Y, de hecho, el primer apartado de la anterior pieza dedicada a Elvis Karlsson se titula Una singularidad (el personaje en sí, lo es). Por supuesto que un original puede tener más de una singularidad, y algunas constituirán simples detalles que nos permitirán reconocer muy bien a un autor. A propósito de esto, en El secuestro de la bibliotecaria podemos destacar el ritmo de allegro que presenta la pieza. El ritmo es uno de los elementos narrativos más difíciles de explicar. Pero si aclaramos un poco la relación que hay entre este y las elipsis narrativas y la estructura narrativa, creo que aportaremos alguna luz.
La estructura narrativa conforma el modo en que viajamos a través del tiempo de la historia. Si es estrictamente lineal, entonces no damos saltos ni hacia atrás ni hacia adelante, los sucesos se presentan en orden según acontecen. Si es, por ejemplo, circular, entonces la historia puede progresar hacia adelante para regresar de algún modo al punto de partida. Las elipsis suponen, ya lo vimos en otra entrega de esta serie, en sí, los saltos de información. Una historia consiste en una permanente sucesión de pequeñas elipsis porque no se puede poner por escrito todo lo que acontece o todo lo que podría pasar en un relato, pues habría tal cantidad de detalles irrelevantes que la historia como tal no sería posible, nunca progresaría adecuadamente. Pues bien, ya consistan esas elipsis en saltos hacia atrás o hacia delante de relevancia o en omisiones que suponen selecciones en el curso de las escenas, el ritmo es la sensación que le queda al lector al transcurrir por todas ellas.
El adagio es una composición musical (o una parte de ella) que se ejecuta lentamente; el allegro es todo lo contrario. Pues bien, por establecer una similitud, al leer Elvis Karlsson, tenemos la sensación de hallarnos en un tránsito sosegado, que busca muy probablemente que conectemos mejor con la interioridad del personaje; pero al ocuparnos de esta otra pieza, el vértigo se multiplica. Para empezar, el libro tiene cuatro partes numeradas a la antigua usanza: I, II, III y IV. Suponen saltos dentro de una estructura de tiempo lineal, una de lo más limpia, pues no hay ni recuerdos ni ensoñaciones de ningún tipo, propias de los personajes: el motor es la acción, todo progresa. ¿Se acuerdan del ritmo trepidante de aquella película de Keanu Reeves y de Sandra Bullock que se llamaba Speed? Pues, salvando un poco las distancias se trata de esto.
Reproduzcamos los comienzos: I: «Un día, Ernestina Laburnum, la bella bibliotecaria, fue raptada por unos malvados bandidos». No abre precisamente con ninguna clase de descripción que nos introduzca pausadamente en el relato. II: «Poco tiempo después, la señorita Laburnum volvió cargada con varios libros. —¡Un baño caliente para que brote la erupción! —exclamó leyendo en voz alta—. Luego la cueva deberá quedar a oscuras. Y nada de leer o jugar a las cartas. Se debe tener mucho cuidado con los ojos cuando se sufre el sarampión». Comienza el proceso de reeducación (y hasta aquí puedo leer, que decía una famosa presentadora de un concurso de aquellos años precisamente). III: «Sin embargo, tres semanas después de estos dramáticos sucesos, se produjo un nuevo incidente con los bandidos». Sin descanso. Y IV, donde ya la autora ni precisa temporalmente: «Un día se produjo un terrible terremoto. Todas las chimeneas de la ciudad se cayeron. Los edificios crujieron y temblaron. En el bosque, los bandidos sufrieron también los efectos del terremoto. Los árboles se tambaleaban y las piñas caían como granizo. Por fin, la tierra dejó de estremecerse. El Bandido-Jefe, muy pálido, gritó: —¡La biblioteca! ¿Qué le habrá ocurrido a la señorita Laburnum y a los libros?». Ya ven que las elipsis que suponen saltos en el tiempo notorio nos llevan de conmoción en conmoción, aportando una sensación vertiginosa.
Detengámonos ahora en las otras elipsis, en el tratamiento de la información cuando no remite a grandes lapsos temporales. Para ello hemos seleccionado un fragmento inicial del capítulo tercero (extraído de la edición en castellano publicada por Loqueleo):
III
Sin embargo, tres semanas después de estos dramáticos sucesos, se produjo un nuevo incidente con los bandidos.
En pleno día irrumpió en la biblioteca el Bandido-Jefe en persona.
—¡Sálveme! —gritó—. ¡Un policía me está persiguiendo!
La señorita Laburnum le dirigió una fría mirada.
—Deme su nombre, ¡rápido! —dijo ella.
El Bandido-Jefe dio un brinco hacia atrás. Una expresión de horror se adivinó bajo su barba negra y enmarañada.
—¡No, no! —exclamó—. ¡Cualquier cosa menos eso!
—¡Rápido! —apremió la señorita Laburnum—. Dese prisa o no podré ayudarle.
El Bandido-Jefe se inclinó sobre el mostrador para susurrar al oído de la bibliotecaria:
—Bienvenido Bienhechor.
La señorita Laburnum no pudo evitar una sonrisa. Ciertamente, era un nombre extraño para semejante personaje.
—En la escuela siempre me llamaban Malvenido Malhechor —se lamentó el bandido—. Es ese nombre lo que me ha impulsado a llevar una vida de crímenes. Pero, escóndame, señorita, o me atraparán.
La señorita Laburnum le colocó una etiqueta con un número, como si fuera un libro, y le situó en una estantería con muchos volúmenes de autores cuyos apellidos empezaban por la letra B. El bandido estaba colocado con exactitud por orden alfabético, ya que el orden alfabético es una regla esencial para cualquier bibliotecario.
El policía que perseguía al Bandido-Jefe entró en la biblioteca. Era un buen corredor, pero se había retrasado un poco porque tuvo la mala fortuna de tropezar con un niño montado en un triciclo.
—Señorita Laburnum —dijo el policía—, estoy persiguiendo a un célebre jefe de bandidos que ha entrado en la biblioteca. Mire, allí le veo, en los estantes de la letra B. ¿Me lo puedo llevar, por favor?
—Desde luego —respondió amablemente la señorita Laburnum—. ¿Ha traído su tarjeta de lector?
La cara del policía mostró su disgusto. […]
El ritmo de la prosa sigue siendo bastante ágil, sobre todo en lo referente a la narración de los hechos, pero la autora necesita frenar, toda vez que los comienzos de tres de cuatro capítulos (el segundo, no) se inauguran con un suceso impactante, uno que atrae la atención del lector con creces, necesita como decimos ralentizar. ¿Por qué? Muy probablemente, porque la autora desea tomar algo de partido. A diferencia de lo que encontramos en los personajes de Wölfel, tan objetiva ella, en Campos verdes, campos grises (escuetamente esbozados tanto por sus hechos como por sus parlamentos, digamos, parcos en comparación), la profundidad psicológica de los personajes está aquí más definida. De hecho, se busca que nos familiaricemos con ellos: con este Bandido-Jefe en concreto, con este policía en concreto y con esta bibliotecaria en concreto —haciendo uso de un recurso inteligente, Mahy aúna al grupo de bandidos en una sola voz con el fin de simplificar la complejidad del original, habida cuenta la edad lectora a la cual se dirige: de seis años en adelante—. Son los diálogos (las sensaciones que crean esos contenidos y no otros), más que las selecciones de lo que se cuenta, los que atemperan el ritmo, pero resulta un precio aceptable a cambio de que se produzcan caracterizaciones eficientes, a cambio de que incluso ideas centrales como la que comentamos al inicio de esta entrega tengan cabida: una sociedad mejor es posible tomando como punto de partida la educación, la cívica también, ¿eh? (parafraseando a un profesor que tuve hace muchos años, «en la cárcel, solo hay pobres e incultos, y además siempre son los mismos»).
Esta cuarta entrega es un buen momento para dejar clara una cosa: en realidad, por mucho que lo intentemos en lugares como este espacio, la literatura no se puede diseccionar por completo. Hay multitud de razones para apoyar este argumento, pero me centraré en estas: el autor no es imparcial respecto de aquello que va escribiendo. Puede que, durante las primeras etapas del proceso creativo, se halle proporcionalmente más preocupado por la parte técnica de la escritura y porque la historia resulte interesante y coherente, pero cuando llega el trabajo más arduo y más largo con diferencia —que consiste en las revisiones—, ya no es inmune a la propia impresión que el relato le va dejando, ni siquiera es ajeno al modo en que la vida le afecta en ese momento a él, particularmente. Solo por estas dos últimas cosas, ya cabe que el relato tome una dirección u otra, que se elija que unas cosas tengan más peso que otras, por ejemplo, la emocionalidad por encima de la mera objetividad representativa, y viceversa.
Pondré un ejemplo que, espero, esclarezca este punto suficientemente: en su libro Contra la felicidad (de subtítulo: En defensa de la melancolía) —por cierto, de lectura muy recomendable para buena parte de los creadores artísticos—, el autor, Eric G. Wilson, nos cuenta que, hacia 1981, un cantante se sintió sobrepasado por el éxito y por la dirección que su vida estaba tomando. Así que entró en un simple cuarto y, con el apoyo de una vieja guitarra y una armónica, lloró sus tristes himnos a una grabadora de cuatro pistas de las de entonces. Ese hombre se llamaba Bruce Springsteen, y el disco resultante, tan distinto de Born in the USA, por ejemplo, fue Nebraska.
Por otra parte, el arte tiene un 95% de transpiración (trabajo) y un 5% de inspiración (por así llamarlo); pero la existencia del proceso creativo, como tal, es innegable: hay un momento en que, tengamos la sensibilidad orientada hacia donde sea y hayamos estudiado al respecto lo que sea (documentación, pues), el lote de folios está en blanco, esperando a ser estrenado con una frase que, ¡ojo!, nos impacte incluso a nosotros mismos como escritores o al menos nos parezca de lo más conveniente. Resulta que tal proceso creativo tiene un factor inconsciente nada despreciable. ¡¿Y cómo podría ser de otra forma si la mayor parte de la información, tanto interna como externa, que maneja el cerebro no alcanza la conciencia?!
A veces, el mismo proceso creativo se va de las manos, se sale de los cauces y de las planificaciones más elementales. Normalmente, eso no supone una buena noticia, y raro será que no lo pague el acabado del original. Sin embargo, hasta en esas situaciones así de desmadradas cabe la genialidad. Un ejemplo paradigmático lo constituye la película Apocalipsis Now (Coppola): la locura propia de la guerra que retrataba se coló en el rodaje afectando incluso a ciertas decisiones centrales de producción (el guión sin ir más lejos se reescribía constantemente). Después de unos tres años de caótico rodaje, el resultado final obtuvo la crítica más favorable; a día de hoy, la película está considerada una obra maestra de referencia.
Con todo, no parece desacertado indicar que la especialidad y la especificidad del público que nos ocupa aquí limitan la posibilidad de que el autor suma en el caos el proceso creativo de la obra de LIJ que tenga entre manos: sencillamente, no le puede salir cualquier cosa. Retomando para cerrar esta pieza, diré que la magia literaria de El secuestro de la bibliotecaria consiste en que, en medio de tantos vértigos, la autora se las apaña muy bien para despertar una emocionalidad de lo más impactante en ocasiones, e incluso nos da qué pensar en otras. ¡Cabe preguntarse qué habrá sentido ella al saborear su propia obra durante las revisiones finales! En fin, que a veces reirán; otras simplemente sentirán que corren junto a los personajes y participan de sus industrias y andanzas; quizá en algún momento se les humedezcan los ojos. Las obras son particulares, la sensibilidad de cada lector, también.
P.D.: esta entrega, como no podía ser de otra forma, está dedicada a mi antigua colaboradora (ilustradora, editora, etc.) Olga Álvarez.