Alfredo Gómez Cerdá
Madrid: Anaya, 2019
Como parte de una terapia, un psicólogo recomienda a Marina que escriba sobre lo que le ha sucedido. Aunque no aprecia en absoluto el consejo, comienza la escritura en un cuaderno, porque «Estoy con el agua al cuello y he decidido que voy a escribir lo que me dé la gana con la esperanza de que las palabras me mantengan a flote» (p. 19). Descarta que el resultado alumbre una novela, como le sugiere su amiga Nerea, y más bien cree que dominará el sinsentido.
En el inicio del cuaderno, Marina recuerda cómo su madre, una enamorada de la mitología, le contaba historias legendarias de dioses y mortales. Estos episodios infantiles, se intuye que felices, contrastan con este período de su vida ya en la adolescencia en el que sueña de forma recurrente con ninfas y faunos. Como una prolongación de su estado de ánimo y de certezas solo aparentes, estos sueños, que juntan incongruentemente a una divinidad griega con una romana, se tornan pesadillas. La mayoría de las veces la Ninfa —la propia Marina— está en una habitación a solas con el Fauno. Ella no sabe qué hace allí ni cómo ha llegado; las promesas de protección y seguridad que él le ofrece, además de la suerte de poder quererlo, lejos de calmarla acrecientan su inquietud. En un determinado momento, tras sus súplicas infructuosas para que la saque de ese lugar, busca sin éxito una salida en esas cuatro paredes sin ninguna puerta. Al cabo, se da cuenta que él ha desaparecido y la ha dejado sola con esa angustia que se apodera de ella hasta que un despertar brusco en medio de la noche pone fin al mal trago.
Su mundo ha cambiado tras enamorarse de Eugenio, un compañero de clase. Él corresponde a ese amor, pero desde el primer momento ejerce de novio dominante, exige un control absoluto. Pide y obtiene de Marina las contraseñas de su ordenador y sus redes sociales sin una contrapartida igual por su parte. Siempre procura llevar las riendas en las conversaciones entre ambos y cualquier atisbo de contrariedad lo zanja con reproches que cuestionan los sentimientos de ella hacia él o con mutismos y respuestas cortantes que le hacen reconsiderar a Marina su comportamiento en cada ocasión. Insiste en que rompa con sus amigos y de las palabras pasará a la acción sin importarle las consecuencias, como cuando irrumpe en la celebración del cumpleaños de Nerea y obliga a Marina a irse de malos modos, con el único propósito de que vuelva a casa y se quede allí sola. Si en el fondo ella alberga dudas, intenta obviarlas: «Era la primera vez en mi vida que experimentaba una sensación semejante. Todo era nuevo para mí. Y quizás las cosas que me desconcertaban, que no terminaba de comprender, solo formaban parte de un proceso aún desconocido» (p. 82).
Esas imposiciones, que se traducen en una obediencia casi total por parte de Marina, preocupan y enfadan a Nerea —«Para sentirse bien necesita machacarte a ti» (p. 72)—, pero no colman al propio Eugenio, que pondrá fin a todo de forma repentina. Esta ruptura abrupta la sume en un gran desconcierto. Volcada aún más en sí misma, no cree que sus cavilaciones sean comprendidas por nadie. Hace caso omiso de los consejos de sus padres, conscientes de la relación tóxica en la que está envuelta su hija. Tampoco acepta los de Nerea, blanco perfecto de sus reproches por el continuo antagonismo que ha mantenido con él. Y cuando Guillermo, quizás el único amigo que tiene Eugenio, busque en ella algo más que amistad, Marina, que no siente lo mismo, sin embargo le permite concebir mínimas esperanzas porque piensa que así podrá saber de su exnovio y tenerlo cerca de algún modo, sin sospechar la intención oculta que subyace.
Adentrarse en las páginas del cuaderno implica la aceptación de la ambivalencia de quien lo escribe. A priori, es fácil no entender, al igual que Nerea, el empeño de Marina por confundir las actitudes machistas de Eugenio con malentendidos fruto de la inexperiencia del primer amor o con arrebatos de enamorado que lo transforman en una persona de cara a los demás distinta al verdadero yo que ella cree conocer. Cuesta comprender que él sea causa de dolor por su ausencia y que su persona se haya convertido en una obsesión inevitable, insertada tan profunda en su mente y sus sentimientos hasta hacerle preguntarse «¿Quién había tomado la decisión y me obligaba a caminar por una senda que yo no había elegido?» (p. 135) tras la ruptura. Pero en la narración hay suficientes pistas que agrietan la imagen, más cercana al deseo que a la realidad vivida, que quiere pintar. No es casualidad o capricho que refiera su historia en un cuaderno, con una pluma estilográfica, y deseche la opción del ordenador o la tableta. Los sueños —pesadillas— protagonizados por la Ninfa y el Fauno de los que da cuenta casi nunca transcurren en los bosques y aguas, hábitat natural de la primera, sino en escenarios sombríos, opresivos, con una clara jerarquía de quién domina y somete, «con la figura del Fauno erguida sobre sus patas de macho cabrío; con la figura de la Ninfa tirada en el suelo, contorsionada, rota» (p. 164); son episodios en los que el diálogo siempre naufraga, en los que las peticiones de ayuda de la Ninfa no encontrarán respuesta mientras no comprenda que la clave reside en ella.
Sobre un asunto como la violencia en la relación de pareja que se presta a una suerte de blanco o negro, Ninfa rota propone un acercamiento libre de prejuicios que persigue mostrar su complejidad a través del punto de vista de la víctima. Marina nos cuenta por qué se ve impelida a este amor y el lector termina el cuaderno íntimamente sorprendido de que ha llegado al desenlace de lo ocurrido, pero no al final de la historia. «Intento caminar y no lo logro, / intento que mis piernas me obedezcan / para salir de esta encrucijada» (p. 51), y su «zozobra» es la nuestra cuando advertimos que no lo consigue.