Elizabeth Cody Kimmel
Ilustraciones de H. B. Lewis
Traducción de Esther Rubio
Madrid: Kókinos, 2004
Se aproxima la Navidad. Tiempo ideal para suspender la imaginación y visualizar con nitidez el regalo que contenga la fuerza del deseo.
En años pasados, el pequeño Juan le pidió a San Nicolás “un coche de carreras rojo descapotable”. La ilustración de H. B. Lewis es fiel a las generosas proporciones de la ensoñación. El coche aparece en primer plano, grande y luminoso. Pero el carro que le trajo Santa no fue ni la sombra del que se imaginó. “Medía tres centímetros, o cuatro”.
Este año Juan está decidido a recibir de Papá Noel exactamente lo que quiere. En la noche, bajo la cálida luz de la lámpara de su escritorio, dibuja con minucia la mascota que le gustaría tener. Es un pingüino de color blanco y negro, con el pico amarillo. Se llamará Osvaldo y medirá cuarenta centímetros.
El día de Pascuas, Juan encuentra junto al árbol de luces a un pingüino de verdad. Los días invernales se tornan largos junto al inquieto y juguetón Osvaldo. A pesar del frío recalcitrante, juegan incesantemente sobre la alfombra de hielo, emprenden “batallas de bolas de nieve” y escapan “de las garras de imaginarios leopardos marinos”.
Después de la agotadora jornada, Juan quiere irse a la cama, pero Osvaldo desea prolongar el día con un buen baño, simulando que las pastillas de jabón son icebergs gigantescos. La ilustración acentúa la expresividad de los rostros y resalta el aspecto emocional de los personajes. Mientras Osvaldo sonríe con los ojos muy abiertos, Juan castañetea los dientes tullido del frío.
El pingüino empieza a transformar la casa en un auténtico entorno polar. Desayuna arenques frescos y construye un pueblo de nieve vaciando tarros completos de helado. Juan comprende de forma paulatina que aquello que pedimos y se hace realidad genera una serie de responsabilidades.
A escondidas, le escribe una carta sutil y amable a Papá Noel, en la que le sugiere que, si quiere, puede cambiarle a Osvaldo por otro regalo. Santa, con sabia intuición, le hace llegar un jersey rojo “y dos entradas para la inauguración de El Mundo Antártico en el Zoológico”. Con una paleta de colores fríos y tonalidades al pastel, se evoca con verosimilitud la amistad entre el niño y el pingüino. El paraje solitario abrazado por los árboles desnudos siembra en el lector la atmósfera de la despedida. En el pabellón de El Mundo Antártico, Osvaldo reencuentra la calidez de su paisaje de hielo: verdaderas colinas nevadas para deslizarse y piscinas con trozos de escarcha flotantes.
Los pequeños se sentirán identificados con esta cautivadora historia, en la que el deseo cumplido adquiere las dimensiones de una prueba que exige también renuncia, desapego y grandes dosis de paciencia.