Daniel Nesquens
Ilustraciones de Elisa Arguilé
Madrid: Anaya, 2006
Otra forma de contar lo que fuimos
De Diecisiete cuentos y dos pingüinos, pasando por Hasta (casi) cien bichos, llegamos a Mi familia, y resumimos de esta manera la trayectoria de Daniel Nesquens en los dos últimos libros en compañía de Elisa Arguilé. Por el camino, desde luego, han quedado muchas otras obras que no vamos a mencionar con el fin de destacar los hitos que han marcado una trayectoria de una forma de contar ciertamente singular en el discurso literario infantil y juvenil.
En un discurso que en ocasiones está demasiado lastrado por finalidades espurias, la educativa e instructiva, entre otras, llaman la atención obras como las que acabamos de mencionar por la inusual confianza en el receptor que lucen todas ellas.
Si Diecisiete cuentos… fue la carta de presentación de una nueva forma de narrar que entroncaba, por una parte, con un género como el del cuento moderno de la mano de Cortázar, Borges, Quiroga y quizá el propio Monterroso y, por otra, con la tradición humorística que hunde sus raíces en el surrealismo de Jardiel Poncela, Miguel Mihura, Tono, Gómez de la Serna y los hermanos Marx, entre otros, Hasta (casi) cien bichos consolidó desde la perspectiva paródica la intertextualidad como una nota característica del discurso de Nesquens, esta vez ya acompañado por las ilustraciones de Elisa Arguilé con una paleta de colores muy extraña en el discurso literario infantil y que se adaptaba desde la misma línea paródica a la imagen propia de los bestiarios medievales, multiplicando así los efectos del texto, como reflejaba hace ya un tiempo Marcela Carranza.
Mi familia supone un paso hacia adelante en esta forma de contar tan necesaria en el panorama del discurso que nos ocupa. Una vez más, nos encontramos con una confianza extrema en un receptor que puede dotar de sentido al texto construyéndolo en cada lectura.
Todas las notas que hasta ahora han caracterizado las obras de estos dos autores (narrador e ilustradora) aparecen en Mi familia como elementos inherentes a una manera de mirar la realidad desde la imagen y desde el texto: intertextualidad, autorreferencia, surrealismo humorístico, el lenguaje como fin en sí mismo, la fragmentariedad, la imagen que cuenta y narra simultáneamente y que nos regala una narración visual más sugerente y atractiva que nunca, si a la trayectoria de la ilustradora nos referimos.
Mi familia es todo lo que acabamos de mencionar y algo más, un paso más. Mi familia nos manifiesta a un narrador que, a pesar de todos los recursos distanciadores de los que suelen hacer gala los dos autores, se queda al descubierto. Ya no estamos ante la vertiente paródica o ante una recopilación de cuentos con o sin pretextos, nos encontramos ante la reconstrucción de una familia, la del narrador, a través de la historia -“la extraña o la oscura” historia, a ratos- de cada uno de sus miembros y poco a poco vamos descubriendo como lectores la memoria de una época. De este modo, a través de la fragmentariedad, de la suma de microrrelatos que van dibujando una forma de vida -“entre los míos no hay ningún héroe digno de pasar a la posteridad”- se va alzando el testamento de una generación como es la de los años 60, años en que España empezaba a despertar de un letargo en el que había estado sumida años un tiempo que resultó ser casi una eternidad .
Su familia, la de Nesquens, la de Arguilé, la mía, la deformidad, aquellos maravillosos años, el sofá de mi casa, los muebles de fórmica, la televisión en aquellos muebles… Partiendo de la tradición que proviene de la Antigüedad y que se retoma a partir del romanticismo, recordando ideas como las de Schlegel que vinculan la risa a la reflexión, por poner un ejemplo o, más adelante, las del propio Bergson y llegando a Bajtin con la recuperación de la filosofía de la risa para una realidad en continuo proceso de cambio, tal como corresponde a su concepción dialógica de la novela, Mi familia, una vez más, constituye una propuesta para un lector incierto -¿infantil? ¿juvenil? ¿quizá adulto?-, un itinerario de lectura y, por qué no señalarlo, también de vida. Otra vez, como ya ocurriera en Hasta (casi) cien bichos, textos que “tiran” de otros textos, claves intertextuales que abren las puertas de otros tiempos. Por Mi familia desfilan nombres como los de Starsky y Hutch, Pablo Abraira, González Ruano, Pardeza, eventos como la conferencia de Postdam, políticos como Stalin, Churchill, pinturas emblemáticas como la Gioconda, personajes tan entrañables como aquellos hombres con los que aprendimos los “partes” del tiempo, Robert Capa, la burra Catalina y yo, Spiderman, retazos de Zaragoza, ciudad que entra y sale por libro la naturalidad con la que se alumbra un paisaje que nos explica.
El humor surrealista, el que construye y destruye la realidad, ya no sólo es blanco sino también negro, tal como corresponde a un tono distinto de contar de los relatos anteriores. La muerte sorprende al lector a la vuelta de cada página. Por aquí se consigue una medalla de bronce muriendo el tercero aunque se sea el mayor. Los cánceres requieren pastillas verdes y las abuelas mueren cantando aunque se les pregunte si tienen cáncer…
Una vez más el humor del absurdo basado, en ocasiones, en la pirueta verbal que juega con el lenguaje esclerotizado para devolverlo vivo, sin mayores estridencias: “La burra sonríe, mi madre sonríe, yo sonrío y la vaca que ríe”,”¿Estudias o disecas?”,”Tresillo: Conjunto de un sofá y dos butacas que hacen juego ¿juego de qué? Juego de naipes entre tres personas…”
Y lo ecos quevedescos -hace setenta kilos que…- que nos indican que es posible un tipo de discurso alejado de lo que le lector entienda o no entienda porque el texto va más allá, necesita de otros textos para existir. Ningún texto se lee independientemente de otro texto, qué razón tenía U. Eco.
Y así la metaliteratura se refleja en un discurso que bordea las fronteras de códigos que el lector tendrá que desentrañar: “Nota del autor, nota del editor, nota de prensa, nota musical, nota que no ve bien…”. Y detrás de lo metaficcional el escenario de una España que agonizaba o que veía agonizar, un tímido homenaje a la República, un abuelo Antonio que estuvo preso por “tener otra manera de ver el mundo (…) Parece ser que quien mandaba entonces no lo veía de este modo. Lo veía más suyo que de ninguna otra persona”.
Y no se trata de cualquier libro sino de un libro ilustrado. Ningún libro queda inmune a la ilustración, como decía Lewis y, desde luego, el universo de Elisa Arguilé, el creado por ella misma en lo que, a nuestro parecer, es su mejor trabajo, potencia el texto de Nesquens de tal modo, que lo provee de otra dimensión.
Blanco, negro, rojo -qué casualidad- son los colores de una paleta extraña o poco usual, una vez más, en la literatura infantil y juvenil. Las imágenes visuales se asientan sobre el vacío, sobre el blanco, sobre las ausencias. La historia está ahí afuera en los ojos del lector que la quiera interpretar. Los personajes nacen deformados y casi recuerdan al Goya expresionista y surrealista que se expresa desde la fealdad y, al mismo tiempo, nos asaltan las fotografías, las composiciones de collage que nos devuelven una realidad fragmentaria, los años sesenta rondando por la cabeza, la psicodelia, los estampados geométricos, las imágenes que narran y cuentan a la manera de Cieslewisz, el pop art que impregna cada una de las imágenes transidas de objetos cotidianos que construyen una realidad fría y distante que se adecua de una manera natural al texto reinterpretándolo y significando conjuntamente…
Poco a poco, al lector le sorprende la mirada desde el recuerdo y descubre la ternura desde lo desagradable, lo feo, las texturas que sentíamos en aquel tiempo, los ojos fijos, los colores o la falta de color, las sensaciones de la niñez unidas a una abuela que fue a buscar a su nieto Daniel… y recuerda de aquel día que perdió una manopla. Peces, cocinas económicas… realidades fragmentarias que van construyendo un monumento a la memoria de lo que fuimos. Y aquellos felices años en que España era un poco fea, transiciones que no terminaban, agonías eternas… Rojos, negros, blancos… Y al final, las nubes, el color, el azul…
“¿Qué sabe el pez del agua donde nada toda la vida? (Einstein)” reza la portada y reza bien…
¿Y los valores? ¿Y los temas transversales? ¿Y si no entienden? ¿Y las palabras malsonantes…? ¿Y ese mercado tan “correcto”…? ¿Y esos dibujos tan deformes…? ¿Y esos colores? ¿Dónde están los paisajes?
Y es que, créanme, cuando les digo que Mi familia, es otra historia, la mejor que hasta ahora nos han contado Nesquens y Arguilé… Eso es, afortunadamente otra historia…
muy lindo