La mirada de Pablo

Antonio Ventura
Ilustraciones de Judit Morales y Adriá Gòdia
Siruela, Col. Las Tres Edades, Madrid 2002

El relato se organiza como las teselas de un mosaico. Tal vez esta frase podría aplicarse a muchos libros. Pero en el caso de La mirada de Pablo de Antonio Ventura hay situaciones concretas que lo demuestran. Pablo ansía completar su álbum de cromos. Su hermana Clara se entretiene armando un puzzle y manifiesta su alegría cuando se entera de que su madre le comprará uno nuevo. Son, dicho con todo cariño, un hatajo de coleccionistas. Pero del carácter más riguroso (más cercano al orden) de una colección de cromos (álbum-mosaico) o de las partes de un puzzle, se avanza hacia otras formas del coleccionismo más libradas al azar: las hojas secas que Pablo junta para regalarle a una chica llamada Inés (a quien ama tímidamente) o el castillo de naipes que Clara intenta mantener en pie en el capítulo 26.

Porque el texto de Antonio es también una reflexión sobre el tránsito: los personajes principales son inmigrantes; hay añoranza de un tiempo perdido; hay fractura del grupo familiar: Luisa, la madre de Pablo y Clara, está separada de su marido que, casi hacia el final del relato, se encuentra con sus hijos. Se entrevé que esa separación está motivada más por cuestiones económicas (falta de trabajo) que por haberse gastado el amor.

Cromos, puzzle, hojas, naipes, son pretexto de un viaje interior: la mirada hacia adentro y la mirada hacia fuera. Juego dialéctico entre el orden y el desorden, podría decirse que el libro de Antonio Ventura propone la aplicación de ciertos recursos de la “novela de la mirada” al campo de la literatura infantil y juvenil, por más que cualquier diferenciación entre ser niño o no serlo es pura cuestión didáctica y, como el nombre de la colección de Siruela lo indica, esta obra se inserta en el campo más amplio de las “tres edades”. Lejos de un didactismo fácil y ñoño, Antonio propone lisa y llanamente eso: mirar, mirarse: a los otros, a uno mismo, los objetos no sólo como pretextos del juego sino como lugares de la propia biografía, los objetos no en su utilidad inmediata sino como pretextos para el salto imaginativo, ese salto más real (pregunto: ¿es real ese salto?) desde un poyete de piedra que Pablo intenta en una ocasión y que vuelve a intentar con éxito al final del libro.

Decía lejos de un didactismo fácil y ñoño. Hace varios años, una escritora admirable, María Elena Walsh, habló, refiriéndose a la dictadura argentina y a la perversa obsesión de los censores, del “país jardín de infantes” y aludía a esos cortos de mente que veían quién sabe qué aviesas desviaciones eróticas en versos como “amada en el amado transformada”, de San Juan de la Cruz. Creo que se huele en el mundo que nos toca un tufillo a moralina repugnante. No estamos tan lejos de ese “jardín de infancia” del que hablaba M.E Walsh: prueba flagrante es el caso de esa primera dama, de cuyo nombre no quiero acordarme, que decidió explicar a los niños (creyendo que éstos son tontos de nacimiento) las moralejas de los cuentos tradicionales.

O tal vez habría que ser como los tontos de los que hablaba García Lorca y volver a mirar el mundo como los niños (p.37), como los tontos sin voluntad guerrera, como las vacas que tanto le gustan a Antonio Ventura o a Clara, la hermana de Pablo. Es decir, recuperar esa mirada bovina que nos permite descubrir el mundo como si fuese la primera vez que entramos en él. Siempre como la primera vez. Siempre como la primera vez.

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