Es fácil caer en el error de pensar que todo vale cuando hablamos de literatura fantástica o de literatura juvenil. Tendemos a relacionar la fantasía con lo descabellado y, en muchas ocasiones, los mismos profesionales del cine o la literatura fantástica comenten el pecado de hacerlo –pensemos en la penúltima temporada de Juego de Tronos, en la que un dragón atravesaba el mundo más rápido que un avión supersónico–. Pero la fantasía no se sustenta en lo alocado, su pilar fundamental es la verosimilitud, como el de cualquier tipo de literatura.
Cuando leemos, establecemos un pacto con el autor del libro que tenemos entre las manos, un pacto que él ha firmado de antemano. Aceptamos creernos lo que nos cuenta, asumir como verdad lo que estamos leyendo. Pero el autor debe ponérnoslo fácil, porque ese pacto de ficción puede romperse en cualquier momento. Al escribir literatura fantástica es más importante que nunca favorecer el pacto de ficción para que el lector se sienta cómodo y no perciba que está leyendo una lista interminable de locuras que se van sumando sin orden ni concierto. Es fundamental crear una historia verosímil, es decir, una historia que parezca verdad. Y para eso necesitamos dotar a nuestro mundo y a nuestros personajes de una coherencia interna que los sostenga.
Hay grados a la hora de enfrentarnos a la creación de un mundo fantástico. Podemos crear un mundo completo, como dioses totales, o podemos basarnos en el mundo real para introducir algunos elementos fabulosos que resulten atractivos. En Yo soy Alexander Cuervo, mi última novela juvenil publicada, sitúo al lector a finales del siglo XIX en Centroeuropa. Presento a un chico burgués que sueña con ser mago, ilusionista. Hasta aquí me mantengo dentro de los límites de lo esperado, construyo para él un escenario acorde con la época y su posición social, unas relaciones familiares que parezcan lógicas. Pero conforme se va desarrollando la trama, comienzan a aparecer elementos misteriosos que nos hacen dudar de que el mundo sea tal y como creemos. Con el personaje de Aubrey Galaxia, la rival en el mundo del espectáculo de Alexander Cuervo, introduzco la magia dentro de la novela. La magia misteriosa de los cuentos de hadas. Este personaje actuará como bisagra entre el mundo real y el mundo mágico, el mundo real y el mundo de la fantasía. Pero los dos están entretejidos, forman parte del mismo escenario. Esto ocurre, por ejemplo, en Harry Potter, en Crepúsculo o en la saga de Los Legados de Lorien, que estoy leyendo ahora mismo. Un elemento fantástico: magia, vampiros, extraterrestres… se introduce en el escenario real. En estos casos, encarnados en un personaje, pero también podríamos tener un objeto singular que resultase mágico o que formase parte de una tecnología más desarrollada que, al entrar en contacto con nuestros personajes, los haga acceder al mundo de la fantasía. Por ejemplo, en El mar, aunque hablaremos de él más adelante, aparece una piedra mágica que trastoca la vida del protagonista porque con ella puede convertirse en cualquier persona que deseé. Un solo objeto mágico, ya transformaría en fantástico el mundo real, alterando las normas admitidas por todos.
La literatura fantástica está llena de elementos bisagra que sitúan en paralelo dos mundos: el real y el imaginado. Pensemos en Las crónicas de Narnia y su armario, o en el pozo de Alicia en el País de las Maravillas, en la ventana de Peter y Wendy que se convierte en el camino hacia Nunca Jamás… Son muchos los ejemplos de literatura juvenil y fantástica que utilizan este recurso. En Los Portales de Éldonon, mi primera saga publicada, investigué esta posibilidad. Creé Éldonon basándome en la teoría platónica sobre el mundo de las Ideas, y lo uní a la Tierra a través de portales mágicos custodiados por guardianes. Éldonon era el mundo de la imaginación, allí donde todas nuestras ideas se crean, donde nuestros sueños se construyen como películas y donde las musas trabajan para inspirarnos. Recogiendo gran parte de la tradición fantástica, Éldonon es un mundo espejo que podemos comparar con el mundo real. Un mundo fantástico, en el sentido más amplio de la palabra, en el que todo es posible. Pero aún construyendo un mundo que en apariencia no tiene normas, necesité acotarlo para que el lector aceptase mi pacto de ficción. Éldonon debía ser verosímil. Para ello creé cuatro oficios: creator, somnios, musas e imaginatos. Éstos últimos eran los encargados de regular el mundo de la imaginación. Pero todos cumplían normas, seguían protocolos y mostraban al lector los límites de lo posible dentro de Éldonon. Por poneros un ejemplo, en Éldonon existen las Puertas Libres, puertas que pueden conectarte con cualquier lugar dentro de ese otro universo. Aunque, para usarlas, necesitas introducir coordenadas firmes. En la segunda entrega de la saga, en Los cines somnios, hago a mis personajes viajar utilizando otro sistema, un método que se dejó de usar en el pasado, un libro mágico creado por gigantes. Me encontré con un verdadero aprieto cuando me di cuenta de que, si no encontraban pronto una puerta libre, jamás podrían regresar a su lugar de origen y mis personajes estarían perdidos para siempre. No podía, sin más, darle a uno de ellos poderes mágicos para regresar. No podía hacer que un personaje fuese a buscarlos si nadie sabía lo que habían hecho. El lector hubiese sospechado.
De modo que tenemos, por ahora, dos posibilidades a la hora de crear un mundo mágico: erigirlo a partir de la realidad o situarlo en paralelo al mundo real. Pero no son las únicas formas. Podríamos hablar ahora de la creación pura de un mundo distinto, como hizo Tolkien con El Señor de los Anillos, o como Laura Gallego en su reciente El Bestiario de Axlin. En estos casos, el autor crea desde el principio el mundo y, en ese camino creativo, puede alejarse más o menos de la realidad conocida por el lector. Es muy habitual crear mundos épicos medievales o mundos distópicos futuristas. En el primero de los casos, asistimos en ocasiones a la creación no sólo de un escenario particular, sino también de una flora y una fauna singular, incluso de razas distintas a la humana –hadas, elfos, dragones, enanos, orcos…–. En estos casos, la descripción se convierte en la gran aliada del escritor, que debe guiar la mirada del lector para que pueda construir por sí mismo todo ese escenario distinto que el autor ha ideado. Para ello, en ocasiones, los autores se apoyan en mapas, diagramas o ilustraciones que ayuden al lector. Son herramientas que pueden facilitar mucho la lectura y la comprensión del mundo.
Aún así, incluso en estas ocasiones en las que nos comportamos como dioses absolutos, hay grados y, en ellos, está también nuestro compromiso con el pacto de ficción. Tanto si creo un mundo épico medieval parecido al nuestro, pero con distintos países, manteniendo la misma flora y fauna, la misma raza, como si creo un mundo totalmente nuevo con su propio lenguaje y vocabulario, debo facilitar el tránsito por mi escenario al lector. Y, por lo tanto, estoy obligado a crear una serie de reglas internas que actúen como los pilares de mi mundo. Por poner un ejemplo absurdo, a todos nos habría parecido una broma al leer El Señor de los Anillos que apareciese una nave espacial en el libro tres. No formaba parte de las normas internas de la novela que existiesen los alienígenas ni una tecnología tan avanzada. Áragon no podía utilizar un teléfono móvil.
Establecer unos límites dentro del mundo que hemos creado ayuda al lector a situarse, a no sentirse perdido dentro de infinidad de escenarios sin normas. Cuando escribí Lobo. El camino de la venganza, reflexioné durante dos años sobre el mundo de los salteadores y las normas que debían regirlos. En esta novela planteo que hay una serie de personajes –salteadores– que pueden saltar dentro de los cuadros y aparecer en el mundo que estos representan. Lo hacen buscando objetos de valor que robar y llevar a tres grandes señores que actúan como reyes de esa realidad alternativa que planteo. La idea de poder viajar dentro de cualquier cuadro, me hacía tener un mundo infinito. Y eso despertaba muchas preguntas. Lo primero que tuve que plantearme era si incluir o no el arte abstracto. ¿Qué ocurriría si un salteador entraba dentro de un cuadro de Picasso? ¿Lograría alguna vez regresar a una realidad figurativa? Me decidí a descartar el arte abstracto por lo peligroso que podría resultar para la vida humana. Pero no todos los problemas estaban resueltos. ¿Y el tiempo? ¿Pasaba de igual manera en todos los cuadros? ¿Alguien que estaba retratado en un cuadro, aparecería siempre que saltase dentro allí? ¿Podría moverse, desaparecer? Hasta que no hube respondido todas las preguntas, no pude sentarme a escribir porque, si yo me sentía perdida en un mundo tan amplio, ¿cómo no se desorientaría el lector? Creé caminos para que los personajes se orientase, libretas de tópicos con pequeños cuadros para casos de urgencia, y dejé también sin responder aquellas preguntas que me ayudaban a mantener la intriga durante la trama. Cuanto más complejo es el mundo que se presenta, más trabajo de concepción de leyes internas habrá que hacer.
En cambio, cuando escribí Las once vidas de Uria-ha, la experiencia fue distinta. Sí, creé un mundo distinto al nuestro. Me decidí por una realidad imaginaria inspirada en una Babilonia tardomedieval. A esa estética, sumé una alteración de las normas que rigen la vida: existiría la reencarnación. Las personas con asuntos pendientes podrían reencarnarse en otras para solucionarlos y, a través de un ritual en la adolescencia, recordarían sus vidas anteriores. ¿Qué pasaba entonces con sus bienes? ¿Se heredaría en un mundo en el que existe la reencarnación? ¿Quién solucionaría los problemas legales relacionados con las propiedades de los difuntos que pudiesen volver a la vida? Decidí crear una institución: los cronistas. Serían los encargados de gestionar los bienes de los muertos y de regir en los asuntos de los reencarnados. Por otra parte, en ese mundo, existirían una suerte de héroes o semidioses que se habrían reencarnado hasta en once ocasiones, cuando lo normal y lógico era reencarnarse como máximo tres veces. Decidí que los llamasen los Perpetuos, puesto que sus reencarnaciones los harían cercanos a la inmortalidad. Pero también quise que tuviesen sus propios cronistas, puesto que tras tantas vidas, habrían hecho grandes fortunas.
Sea como sea, debemos tener en cuenta que no estamos escribiendo un ensayo teórico sobre el mundo de nuestra novela, sino dando pinceladas sencillas que ayuden a la comprensión del lector. Es fácil caer en la tentación de recrearse en la estructura de la realidad que hemos ideado, adjuntar un apéndice con las normas de la magia, otro con las dinastías de los reyes, otro con mapas, un glosario, una descripción pormenorizada de las razas… Es decir, podemos caer en la tentación de adjuntar el material que hemos desarrollado para poder escribir nuestra novela. ¿Es eso verdaderamente necesario para el lector? Podemos tener un lector apasionado que quiera conocer todos los detalles, yo conozco a algunos, pero la magia de la lectura está también en ese dejar al lector completar con su imaginación lo que nosotros vamos creando. Es, de alguna forma, un trabajo en equipo.
En los últimos años se han puesto muy de moda en la literatura juvenil fantástica las tramas distópicas como Los Juegos del Hambre o Divergente, en la que el mundo creado se basaba en el real, aunque deformándolo hacia un futuro terrible en el que la humanidad vive sometida de una u otra manera. Esta construcción, aunque parte de una historia compartida por la humanidad, se aleja hacia lo fantástico convirtiéndose en un mundo nuevo, que comprendemos como el mundo medieval alternativo porque se basa en pilares comunes a todos. Esto facilita el camino al lector, que solo debe buscar las diferencias para comprender la estructura interna del escenario. Aun así, también debemos ser cuidadosos a la hora de definir el futuro y es nuestra responsabilidad ser tan precisos como lo haríamos al escribir una novela situada en algún tiempo pasado. La documentación sobre los movimientos políticos, los eventos bélicos en el pasado de la humanidad, los regímenes autoritarios que han existido y la manera en que se han vivido nos ayudarán a dotar de coherencia interna a nuestra novela para alejarla de una visión naif y simplista que sólo hable de buenos y malos olvidando los grises. Es otro error catastrófico el considerar al lector joven como un lector poco crítico o al que es sencillo engañar, no sólo porque es falso, sino porque no estamos ayudando a la construcción de una conciencia crítica como lectores.
Hasta ahora, hemos recogido tres grados en la construcción de mundos fantásticos: elemento mágico dentro del mundo real, mundos paralelos y mundos nuevos. Pero, por supuesto, hay infinidad de puntos intermedios y son quizá esos lugares los más apasionantes de investigar. En mi novela El mar, de la que os he hablado antes, partía del mundo real para alterarlo debido a una catástrofe natural que inundaba para siempre todos los pueblos de costa del planeta. Lo que podría parecer el inicio de una novela distópica de las que acabamos de ver, se acababa convirtiendo en una utopía sobre el compañerismo, la vida sencilla y minimalista, la importancia de la comunidad… Utilizar ese escenario alterado me permitía modificar los roles y el comportamiento de los personajes, derrumbar los sistemas de valores aprendidos para crear nuevas formas de priorizar. Y ahí, en esa realidad de tejados que se convierten en viviendas, de personas que se desprenden de todo para vivir como cazadores de tesoros sumergidos, lejos de las nuevas tecnologías, despreciando el dinero o el poder, es donde aparece la piedra mágica de la que os hablé. El mar es un híbrido entre la creación de un mundo nuevo y la introducción de un elemento mágico ajeno a los personajes. Realmente, en la literatura fantástica todo vale siempre que construyamos un discurso coherente que se sustente en un pacto de ficción firme, todo ello orientado a la mayor verosimilitud posible.
Y en esos términos medios por explorar están los viajes en el tiempo, por ejemplo, como construcciones imaginadas del pasado, fantásticas. Y también los planetas inexplorados, suerte de mundos paralelos.
Hay mil recetas distintas para construir un escenario fantástico, el único límite será realizarnos las preguntas correctas y, sobre todo, valorar nuestra verdad. La tentación de hacernos trampas a nosotros mismos siempre estará ahí, el deux ex machina como esa solución fantástica, rápida y mágica llamará a nuestra puerta infinidad de veces. Pero ¿cuántas veces como lectores no nos hemos sentido decepcionados por este tipo de trucos en los libros que teníamos entre las manos? Las ideas, como las semillas, necesitan tiempo para crecer. No tengamos miedo a dárselo.
El respeto a la inteligencia del lector –y os aseguro que los lectores jóvenes son de los más críticos que encuentro– debe ser siempre nuestra brújula. Que la fantasía construya y la razón cimente. Que no se nos olvide nunca el pacto de ficción.
Excelente el artículo de Patricia García Rojo. Noté en él reflexiones de una autora que ha transitado un camino profundo de creatividad y análisis en lo que respecta a la literatura fantástica.
Encontré también diversos puntos de coincidencia con muchas de las consideraciones expuestas por la entrañable Liliana Bodoc. Ella también hacía particular hincapié en la dificultad de construir verosimilitud en los relatos situados dentro de este género.
Como señalaba Patricia, el respeto por el juicio crítico del lector es un aspecto insoslayable y prioritario.
Hace un tiempo terminé una novela juvenil en la cual, en un escenario marginal situado en el conurbano bonaerense, surge la aparición de lo sobrenatural, asociado a la figura de los ángeles. No se trata en este caso de una novela fantástica, porque prevalece en ella la denuncia social. Sinembargo, la posibilidad de lo irreal y lo fantástico constituye un aspecto medular en el relato, si bien como un recurso más cercano al realismo mágico.
Volviendo al artículo de Patricia, gracias por la claridad y la profundidad del análisis. Para los escritores que intentamos iniciar un camino en la literatura infantil y juvenil, es un aporte valiosísimo.
Un cálido saludo desde Zárate, prov. de Buenos Aires, Argentina