“La lluvia y el rocío caen como un bien providencial para todo lo que hay sobre la tierra; el que no confía en colocar sus plantas para que sean regadas por ellos, porque sean muy sensibles y puedan sufrir algún daño, sino que prefiere regarlas con agua templada en la habitación, no puede exigir que el rocío y la lluvia tengan que desaparecer.”
(Hermanos Grimm, Prólogo a la primera edición de Cuentos de niños y del hogar)
James Finn Garner escribió en 1994 un libro titulado Cuentos infantiles políticamente correctos (Ed. Circe), una adaptación de los cuentos tradicionales a los valores actuales de respeto a los otros, feminismo, tolerancia hacia los disminuídos físicos, defensa de los derechos laborales y demás causas que hoy tanto se cuidan en la escuela y en la edición de libros infantiles. En vista de que cuentos como Caperucita Roja (salta a la vista su escaso respeto por los ancianos) o El Enano Saltarín (explotación laboral de la mujer y menosprecio de las personas bajitas) podían herir la sensibilidad de los lectores de hoy en día, Garner los ha vuelto a escribir con un lenguaje “políticamente correcto” que sin duda nos es muy familiar.
De no ser porque algunos cuentos de los recogidos por los hermanos Grimm son tan conocidos que han pasado a formar parte de la infancia de toda persona, cualquier editor de literatura infantil se negaría a publicarlos a causa de los valores que en ellos se contienen, tales como la supremacía del varón, la pereza de la mujer, los niños abandonados o huérfanos o los derechos del rey sobre sus súbditos.
Los propios Grimm, en el prólogo a la primera edición de sus cuentos se defienden contra las posibles acusaciones referidas a la conveniencia o el escaso valor pedagógico de ciertos cuentos: “Nada mejor puede defendernos que la naturaleza, la cual ha dejado crecer estas flores y hojas con tal variedad de colores y de formas. Si a alguno no le son de utilidad por sus determinadas necesidades, no por ello puede exigir que deban ser coloreadas y cortadas de otra manera.” (J. y W. Grimm, Cuentos de niños y del hogar, Anaya, 1995).
Los Grimm desarrollan esta labor de recopilación y estudio filológico de cuentos y leyendas en el periodo romántico alemán, caracterizado por el interés hacia la antigüedad, lo clásico y el folclore nacional, y también por una vuelta a la subjetividad que se manifiesta en el interés por la imaginación y lo fantástico. Además de esta atracción por las costumbres populares, hay que mencionar el sentido nacionalista de esta tarea compilatoria, en unos tiempos de esfuerzo por conseguir la unidad de Alemania, que no se alcanzaría hasta años más tarde.
No sólo se interesaron por la tradición oral, sino que también estudiaron la lengua alemana (principalmente Jacob, el mayor) publicando el 1819 la Gramática Alemana, de tanta importancia para la germanística recién surgida.
Ambos hermanos, aunque colaboran en obras comunes hasta 1826, tenían intereses distintos: mientras que a Wilhelm le interesaban más los estudios literarios, Jacob se decanta por la faceta lingüística, amque ambos dominaban los dos terrenos. También se diferenciaban en su posicionamiento como recopiladores de cuentos. Jacob opinaba que los cuentos y leyendas que escuchaban habían de ser transcritos tal cual al papel, y Wilhelm se decantaba por el retoque artístico de cara a crear una obra más literaria. A partir de la segunda edición de Cuentos para niños y del hogar en 1815, Jacob se irá distanciando de esta obra, por lo que el criterio de su hermano pequeño –influenciado por las opiniones de contemporáneos suyos como el poeta Clemens Brentano, que abogaba por una adaptación de la tradición oral que eliminase la ingenuidad narrativa y posibles incorrecciones o vulgarismos–, acabó prevalenciendo.
Hoy, por desgracia, y por circunstancias, no conservamos del mismo modo las costumbres de sentarse alrededor del fuego, en el patio, o en la mesa, y contar historias, leyendas del lugar, cuentos que nuestros abuelos nos relataron en su día y que estamos obligados a transmitir a nuestros hijos y nietos. La televisión, los videojuegos, o, sin buscar excusas, el mero desinterés comunicativo, han hecho que la tradición oral se vea reducida a los programas de la tele o los incidentes del barrio. Incluso el que los padres contaran un cuento a su hijo al irse a acostar se ha visto reemplazado por una pequeña televisión que el niño contempla hipnotizado desde su cama hasta que sus ojos se cierran.
Ni que decir tiene que las comodidades de las que disfrutamos hoy en día nos permiten llegar a casa menos cansados, y a priori más predispuestos a la sociabilidad que nuestros bisabuelos, por tirar corto, que trabajaban en su mayoría de sol a sol sin ordenador, sillas tapizadas o seguridad social (también es verdad que tenían otros entretenimientos). No sólo hemos dejado de contar cuentos, sino que los hemos adaptado a nuestro tiempo; no en el sentido ambiental únicamente, sino en el campo de los valores que en ellos se contienen. Como mencionaba al comienzo de este artículo, James Finn Garner ha ironizado sobre ese afán proteccionista de eliminar del mundo infantil todo aquello que resulte nocivo o perverso para unas mentes aún no formadas. Con un sentido del humor excepcional convierte a Caperucita en una “persona de corta edad” y a su abuela en “una persona perfectamente capaz de cuidar de sí misma como persona adulta y madura que es”, entre otros muchos ejemplos delirantes que sin embargo nos recuerdan conversaciones o lecturas que no tienen mucho de sátira. Garner hace una advertencia, no obstante, en “Los tres cerditos”, para prevenir posible ataques o críticas: “El lobo de este relato representa una imagen metafórica. Ningún lobo real ha sufrido daño alguno durante la redacción de esta historia”. (James Finn Garner, Cuentos infantiles políticamente correctos. Circe, 1995).
Otro buen ejemplo contenido en este libro es el cuento “El príncipe rana”, adaptado del original “El rey sapo” (conocido también como “El príncipe sapo, híbrido entre los dos), en el que una princesa pierde su bolita de oro en un pozo y una rana, a cambio de rescatar su juguete, le pide a la joven que le permita vivir a su lado en palacio. Finalmente, el sapo se convierte en príncipe y acaba llevando a la princesa al altar. Garner reinterpreta el cuento, que obviamente contiene valores sexistas y discriminatorios, y convierte a la princesa en una militante feminista que reflexiona acerca del papel de la mujer en la época en que le ha tocado vivir, y al príncipe en un promotor inmobiliario embrujado por un rival en los negocios que finalmente es rechazado por la liberal joven. Todo esto responde a una intención muy clara, como el propio autor dice en el prólogo: “Hoy en día tenemos la oportunidad –y la obligación– de replantearnos estos cuentos clásicos de tal modo que reflejen la ilustración de la época en que vivimos y tal ha sido mi propósito al redactar esta humilde obra”.
Hay que reconocer también que algunos de los cuentos de los Grimm abundan en detalles escabrosos, tales como mutilaciones, torturas, vivisecciones, por no hablar de la carga sociológica que destilan. En “El novio bandido”, por ejemplo, es llamativa la terrible escena, digna de cualquier película de la saga Viernes 13 (aunque menos divertida), en la que una incauta doncella es despedazada a manos de unos bandidos en su guarida: “Le dieron a beber tras vasos llenos de vino, uno de vino blanco, otro de tinto y otro de amarillo; después de beber éste, le estalló el corazón. A continuacióin le destrozaron las finas vestiduras, la colocaron encima de la mesa, hicieron pedacitos su hermoso cuerpo y la echaron sal (…) Uno de ellos notó en el meñique de la asesinada un anillo de oro, y dado que no pudo sacárselo con facilidad, cogió un hacha y le cortó el dedo”.
No es este el único ejemplo que se puede encontrar en los cuentos de los Grimm. Curiosamente (o no) estos detalles sangrientos han sido suprimidos en las recopilaciones actuales para niños o las adaptaciones al cine a las que Walt Disney era tan aficionado. En “La Cenicienta”, por ejemplo, se suele contar el final del cuento diciendo que las hermanastras se prueban el zapato de cristal (que en los Grimm es de oro, a diferencia de la versión de Perrault) sin que les pueda caber, hasta que se lo prueba Cenicienta. Pues bien, en la versión de los Grimm las hermanastras, a instancias de su madre, se cortaban el talón y los dedos de los pies para que el zapato les encajase, si bien el príncipe, debido al abudante chorro de sangre que manaba de las pretendientas, se daba cuenta del engaño, y éstas terminaban ciegas a causa de los picotazos de las palomas, que les sacaban los ojos al salir de la boda de su agraciada hermana. La versión de’Perrault, que es la que normalmente se cuenta, y la que más se ha popularizado, es la más inocente; aquella en la que no sólo no aparece la sangre en ningún momento, sino que Cenicienta perdona a sus hermanastras y a su madrastra por los malos tratos a los que era sometida. Algo similarl ocurre con ‘Caperucita Roja’ solo que de manera inversa: en este caso es la versión de los Grimm la que más se cuenta, pues es la que tiene un final más optimista (el cazador saca a Caperucita y a su abuela de la tripa del lobo) mientras que la versión de Perrault acaba con el lobo engullendo a las protagonistas y una moraleja en verso que advierte de los peligrosos “lobos melosos”.
Esto, sin embargo, sólo constituyen anécdotas más o menos llamativas que pueden hacer pensar a más de uno que “Cuentos de niños del hogar” (y por extensión los cuentos tradicionales) tendría que estar situado en el rincón más oscuro de la balda más alta de la estantería más escondida de las librerías. Por mucho que esta recreación en detalles sangrientos pueda escandalizar, más lo hacen los valores sociales y humanos contenidos en esos cuentos.
Desde las virtudes que una. mujer ha de tener, como la habilidad en servir bien la cerveza o trabajar en el campo mientras el marido holgazanea, contenidas en ‘Elsa la lista’ y sus variantes, hasta el derecho del padre a casar a su hija con el primero que le venga en gana, en ‘El rey pico de tordo’ y otro muchos, los argumentos de los cuentos nos recuerdan tiempos lejanos a nuestra concepción de una sociedad igualitario, no-sexista, proteccionista…
Hay que tener en cuenta que la tradición oral no sólo se remonta a la época en que se realiza la compilación, sino que en los cuentos, a pesar de estar contenidos aspectos culturales o políticos de una época concreta, pueden observarse los restos de antiguos ritos religiosos, primitivos, que se han conservado de manera inconsciente en el simbolismo de las narraciones. Ritos de iniciación, sacrificios a deidades o entes sobrenaturales, referencias al modo de organización social por clanes, en el que un grupo de individuos se identificaba con un animal, presente aún en ciertos pueblos indígenas, totemismo… Es decir, que achacar la presencia de valores reaccionarios en los cuentos tradicionales, tales como desigualdad social o machismo no es más que una fonna de quedarse en la superficie de su significado. Hasta los detalles más escabrosos, como el descuartizamiento antes citado de una doncella, pertenecían a rituales primitivos de iniciación que conllevaban la muerte y la posterior resurrección del individuo que era sometido a tales desmanes (el paso a un estadio superior). Los sacrificios humanos, como apunta René Girard, pertenecen desde antiguo a las sociedades como una catarsis ftente a la violencia innata del hombre y también como puente de unión con lo sagrado. Por lo tanto, según ,este autor, el sacrificio de estas “víctimas vicarias” sería una forma de ejercitar la violencia para liberarse a la vez de ella.
Esto se ve mucho mejor en “El enebro”, cuento sanguinolento donde los haya, en el que 1989 un niño es descuartizado por su madrastra, que luego lo guisa y se lo sirve al padre de la criatura. Los restos del guiso, sin embargo, enterrados al pie de un enebro, se convierten en un hermoso pájaro, que es la encarnación del niño que acaba haciendo justicia, matando a la madrastra. Aquí es claro el simbolismo del rito de iniciación antes mencionado, mediante el que el joven era cocinado o cortado en pedazos y dado a comer a un monstruo real o simbólico, del que luego salía con vida convertido en un adulto. No obstante, los cuentos seguramente ilustraban los deseos de esos pueblos por que se cumpliera la última parte del rito, que sin duda fallaba de un modo que los que participaban en él no podían explicarse.
El argumento, tan frecuente en los cuentos de los Grimm, del joven que tiene que superar una serie de pruebas impuestas por el rey para casarse con la princesa, como se puede ver en “Los seis sirvientes’, ‘Las tres plumas”, ‘El pájaro Grifo”, el “Pastorcillo” y otros muchos, representa una antigua costumbre mediante la cual el rey nombraba sucesor suyo a alguien que reuniera un tipo de poderes especiales, mágicos (para otros, representa un ritual mediante el que se reconocía al individuo como conocedor o no de las costumbres y ntos iniciáticos del clan). En muchos de estos cuentos, el aspirante al reino no es aparentemente más que un patán, débil y sin mucha astucia, pero que a cambio de su buen corazón y sencillez acaba ganando los favores de ciertos ani males o entidades fantásticas que le ayudan a conseguir su propósito.
Así, intentar ocultar este tipo de detalles y adaptar los cuentos tradicionales a la mentalidad de nuestra época no sólo resulta una tarea maniquea (con contadas excepciones en las que el talento oculta, como en el caso de Janosch, esa labor excesivamente didáctica), sino que supone el encubrimiento de la historia del ser humano, de su evolución desde estados primitivos de creencias místicas hasta el oscurantismo religioso o totalitarismo político de ciertos periodos históricos.
Tarea ridícula es evitar que los pequeños lectores se acerquen a escenas aparentemente terroríficas (tanto en el texto como en las ilustraciones), pues como han demostrado los psicólogos de la educación en los últimos años, lo que traumatiza al niño no es la visión de detalles escabrosos, sino el significado y relevancia que les dan los adultos. En palabras de Piaget: “Los niños no se asustan por el dibujo de monstruos, a no ser que el adulto insista sobre su carácter perverso”. Quien eche la culpa al sadismo de los Grimm está ocultando en realidad su incapacidad de educar adecuadamente a las “personas de corta edad’, como diría Finn Garner.
a mi me parece que aun habiendo tantos valores en estos valores la ficcion hace caer a los niños en frases absurdos y valores insiertos