Roald Dahl dijo alguna vez: «Estoy convencido de que la mayoría de los adultos han olvidado por completo cómo se siente ser un niño de entre cinco y diez años. Yo puedo recordar exactamente cómo era. Estoy seguro de ello». Hoy el autor cumpliría 100 años y seguramente aún podría recordar lo que sentía cuando era niño.
A veces yo también creo que puedo recordar lo que sentía y pensaba a esa edad, y es justamente eso lo que me da la certeza de que Roald Dahl tenía presentes esas sensaciones que atraviesan la infancia. Sus personajes son auténticos porque detrás de ellos podemos encontrar innumerables emociones: ellos sienten, tienen tristezas o soledades, buscan ser amigos de alguien o ser queridos por quienes los rodean, a veces pueden creer que sus abuelas son repugnantes y malvadas (La maravillosa medicina de Jorge, 1981) o las aman porque son la única familia que tienen (Las brujas, 1983). Pero todos tienen cualidades que los hacen absolutamente reales.
Roald Dahl era hijo de padres noruegos, pero vivió su infancia en un pueblito de Gales. Su padre se había mudado al lugar con su socio, buscando un lugar para prosperar y hacer crecer su negocio. Después de que su primer esposa muriera, dejándolo con dos hijos, había regresado brevemente a Noruega para encontrar a una nueva compañera. Ahí conoció a la madre de Dahl, con quien tuvo cuatro hijas además de él. Su vida en la amplia casa que tenían fue sacudida cuando una de las hijas del matrimonio murió, dejando devastada a la familia y sobre todo a su padre, Harald Dahl, quien dejó vencerse por la muerte unos meses después a causa de una neumonía.
Seguramente estos hechos también fueron un detonante para que el autor recordara fuertemente las sensaciones que colmaron su infancia. Lo cierto es que varios de sus personajes franquean también situaciones de pérdida similares a las que tuvo el mismo escritor. Los padres de James son devorados por un rinoceronte que escapa del zoológico dejándolo al cuidado de sus crueles tías Sponge y Spiker en James y el melocotón gigante (1961), los padres del protagonista de Las brujas mueren en un accidente automovilístico, por lo que se queda con su abuela, y en Danny, el campeón del mundo (1975) la madre de Danny fallece cuando él es bebé por lo que vive con su padre.
En sus libros, las situaciones sobrecogedoras por las que atraviesan sus protagonistas no les impiden encontrarse con la felicidad y descubrir formas de mejorar su entorno, muchas veces a causa de su inteligencia.
Justamente eso descubrí cuando leí Matilda (1988), el primer libro que conocí de Dahl y lamentablemente el único que leí durante mi infancia. Aunque para ese momento yo estaba ya bastante familiarizada con el personaje, por la película dirigida por Danny De Vito —que transmitían a menudo por televisión abierta—, conocer la novela del autor inglés me transmitió otra sensación. Mientras que con la película yo había anhelado inmensamente la telequinesis de la protagonista, el libro me traspasaba una idea distinta. En principio, esos «milagros» habían sido producto de la frustración de la inteligencia de Matilda al no encontrar retos constantes en la clase de la señorita Honey, según la explicación de esta última. En segundo lugar, porque cuando Matilda era feliz y era adoptada por su maestra, desaparecía su capacidad de mover objetos, hecho que las dejaba tranquilas a ambas.
En el libro encontré a una niña aún más cercana a mí, porque los verdaderos poderes de Matilda no estaban en su telequinesis, sino en su inteligencia. La misma que permite al protagonista de James y el melocotón gigante pasar de ser una «bestia repugnante» o una «criatura miserable» —a decir de sus tías— a ser alabado por su inteligencia y astucia por los seis insectos que lo acompañan en su viaje a bordo del melocotón.
Quizás si miramos de cerca podríamos imaginar que eso sentía el autor al verse convertido en uno de los más grandes escritores de literatura infantil y juvenil después de haber tenido una etapa escolar muy difícil y al tener trabajos calificados con anotaciones como: «Un lío persistente. Vocabulario despreciable, frases mal construidas. Me recuerda a un camello».
Son muy conocidas las referencias que hace en sus libros al duro sistema de educación británico, que en ocasiones le impuso severos castigos, similares a los que sufren sus personajes, como Matilda. Pero quizás sea menos conocido el hecho de que su padre Harald había mencionado muchas veces a su madre que no deseaba que sus hijos estudiaran en otro lugar que no fuera Inglaterra, puesto que la educación que ahí recibirían sería superior a la de cualquier otro lugar, ya que algo debía de haber en las escuelas de esa pequeña isla que había conseguido ser una potencia mundial a pesar de su tamaño.
El recuerdo es plasmado por Dahl en Las brujas, cuyo protagonista —después de la muerte de sus padres— desea irse a vivir a Noruega con su abuela y no volver a Inglaterra. La abuela está de acuerdo con la idea, pero poco después descubren el testamento dejado por sus padres y cambian sus planes.
«Además, el testamento decía que aunque toda la familia es noruega, tú has nacido en Inglaterra y has empezado a educarte allí y él [el padre del protagonista] quiere que sigas yendo a colegios ingleses. (…) es importante respetar la voluntad de los padres». [1]
El autor tuvo malas experiencias dentro del sistema escolar británico, ante las cuales fue protegido por su madre, que incluso lo cambió de colegio después de que el director les pegara a él y a sus amigos por meter un ratón en el frasco con caramelos de una dulcería. En Boy. Relatos de infancia (1984), Dahl relata lo que recuerda de esa época, y destaca este episodio como uno de los que quedaron plasmados con mayor nitidez en su memoria.
En sus libros, Roald Dahl cuestiona también incansablemente los paradigmas del mundo de los adultos, sus incongruencias y da vida a personajes que pueden llegar a ser desagradables por la forma en la que tratan a los demás. Por otra parte, tiene siempre a niños que son capaces de cuestionar a los mayores y de poner en crisis sus reglas.
Al leer su obra, uno puede encontrar múltiples nexos entre las historias y los sucesos reales en la vida de Dahl. También en Boy, el autor inglés habla de la fascinación que sentía por los dulces. Describe los dulces de su infancia con tal elocuencia que uno puede imaginar cómo eran y a qué sabían, incluso sin conocerlos. También habla de su deseo de poder inventar un chocolate que pudiera asombrar a quien lo comiera. Por supuesto que el nexo más directo es Charlie y la fábrica de chocolate (1964), pero desde James y el melocotón gigante —primer libro para niños publicado por el autor tres años antes— podemos encontrar ya un guiño hacia la idea, puesto que mientras el melocotón atraviesa varios pueblos antes de seguir rodando hacia el mar, choca con una construcción y la destroza:
«Resulta que este edificio era una famosa fábrica de chocolate y, casi inmediatamente, empezó a salir por los boquetes un río de chocolate derretido y caliente. Un minuto más tarde, aquella pegajosa pasta marrón corría por todas las calles del pueblo, metiéndose por debajo de las casas, en las tiendas y en los jardines. Los niños chapoteaban en ella, felices, y algunos incluso intentaban nadar, pero todos chupaban y comían a dos manos». [2]
Escenas como esta permanecen en nuestra mente no solo por las palabras y el poder descriptivo de la prosa de Roald Dahl, que ya serían suficientes, sino también por las evocadoras ilustraciones de Quentin Blake. Aunque durante 17 años los libros de Dahl existieron sin las imágenes de Blake, ahora solo los imaginamos al lado de ellas. La mancuerna se remonta a 1978, con la publicación de El cocodrilo enorme, a la cual siguieron la publicación en conjunto de Los cretinos (1980), La maravillosa medicina de Jorge (1981), Cuentos en verso para niños perversos (1982) y El gran gigante bonachón (1982). Y fue justamente con El gran gigante bonachón que ambos autores lograron un fuerte vínculo que haría que Quentin Blake ilustrara no solo todos los libros posteriores, sino además los libros previos de Roald Dahl, dando vida así a sus personajes en la forma en la que hoy conocemos.
Detrás de las pilas de hojas amarillas en donde escribió todos sus libros, la obra de Roald Dahl lo ha convertido en uno de los más grandes escritores de literatura infantil y juvenil de la época moderna. Aunque también realizó guiones de películas o cuentos para el público adulto, se ha consolidado como un pilar de los libros para niños por su increíble capacidad de empatizar con ellos.
Desde el pequeño pueblito de Gales donde nació el 13 de septiembre de 1916, hasta pequeñas bibliotecas en todo el mundo, hoy se celebra el centenario del autor con actividades relacionadas con sus libros y personajes: ciclos de cine, narraciones, ediciones conmemorativas y un sinfín de eventos se han realizado para hacer homenaje al autor.
Los personajes de Roald Dahl son entrañables y perduran en nosotros por lo que nos hacen sentir y por lo que ellos reflejan de nuestras propias emociones. Porque quizás pocos seríamos capaces de comprar cientos de tortugas para aparentar que una pequeña tortuga crece y lograr así que nos note a quién amamos, como el señor Hoppy en Agu Trot. Finalmente, quizás esa sea la magia de la que hablaba Dahl y solo seremos capaces de encontrarla si podemos crearla por nosotros mismos.
Notas
Me ha encantado este artículo. De niña leía y releía las novelas de Roald Dahl. Aún les echo un vistazo de vez en cuando para no perder el espíritu infantil. De hecho, hace poco le hice un pequeño homenaje al autor en mi canal de YouTube, recomendando “Las brujas”.
Creo que Roald Dahl, así como otros muchos y maravillosos autores para niños y jóvenes, me empujó a que de mayor estudiara Filología.
Por si pudiera ser del interés de alguien, dejo aquí el enlace del vídeo que hice sobre “Las brujas”:
https://www.youtube.com/watch?v=luSuLkvU_cI
Reitero lo muchísimo que me ha gustado este artículo. Un saludo