La muerte forma parte de la vida
Si algo nos ha enseñado esta pandemia es a familiarizarnos con la muerte, a tenerla muy presente cada día de nuestra vida a través de unas cifras que nadie quería asumir como reales porque eran demasiado dolorosas. Los adultos atemorizados, sobre todo en las edades de riesgo, los jóvenes despreocupados, ajenos al dolor (la muerte no llama a su puerta con tanta urgencia), creyendo tener toda la vida por delante, y los niños… ¿Cómo se le cuenta a un niño lo que está sucediendo? La pérdida de abuelos, vecinos, tíos, tan repentina, tan silenciosa, en circunstancias anómalas, bajo tanta presión.
La muerte siempre ha estado ahí, nos acompaña desde el momento mismo del nacimiento, en el que comenzamos a morir un poco cada día. Pero las sociedades modernas la tienen apartada, la ocultan para no verla, para que no les mire, imagino que esperanzados con que les venga a visitar lo más tarde posible. Tan solo a comienzos de noviembre se la tiene en cuenta, y ahora, gracias a una tradición anglosajona, tiene más presencia, rodeada de calabazas, calaveras, arañas y chuches.
Pero disfrazarse de esqueleto no hace más fácil enfrentarse a la muerte. La muerte no es juego, aunque haya quien la desafíe, ni un reto: es una parte más de la vida, es la vida misma, pero también es un trauma, un paréntesis, un momento de vacío infinito. Tras ésta viene el duelo, y si los adultos necesitamos de tiempo para pasarlo, los niños aún más, requieren de más explicaciones, porque la mayoría de las veces se les educa de espaldas a ella.
Cuentos sobre la muerte y la pérdida
Tras unos años en los que los títulos sobre el tema eran escasos, y los pocos que había eran traducciones de autores extranjeros, como el caso de El pato y la muerte, de Wolf Erlbruch (Barbara Fiore, 2007), en poco tiempo el panorama ha mejorado sustancialmente y ahora mismo encontramos muchos títulos de autores extranjeros, pero también mucho de escritores españoles, o escritos en castellano.
Vacío de Anna Llenas (Barbara Fiore, 2015) habla precisamente de esa sensación de estómago vacío que aprisiona el alma y como cerrarlo.
Max y su sombra, de José L. Regojo (Proteus, 2012) es una obra que, pese a su sencillez tanto de ilustración (Laura Borràs) como de texto, lanza un mensaje conmovedor: la muerte es esa sombra que vive con nosotros toda la vida, por eso Max le dice en un momento dado: “Me caes bien y me desconciertas al mismo tiempo.”
Inés azul, de Pablo Albo y Pablo Auladell (Thule, 2013) es un precioso álbum que habla de la amistad de Inés y Miguel, de sus juegos y conversaciones, interrumpidas por la muerte de uno de ellos. La semilla de un árbol centenario hará compañía a la pequeña mientras espera el regreso de su mejor amigo. Un libro enternecedor.
¡No es fácil, pequeña ardilla!, de Elisa Ramón (Kalandraka, 2004), Lejos, de Pablo Albo (Algar, 2011), Cuentos para el adiós, de Begoña Ibarrola (SM, 2006), Para siempre, de Camino García (La fábrica de libros, 2016), Dos alas, de Cristina Bellemo (Combel, 2016), Efímera, de Stéphane Sénégas (Takatuka, 2016) o Jack y la muerte, de Tim Bowley y Natalie Pudalov (OQO, 2012) son otros títulos en los que encontramos pequeños insectos cuya corta vida enseña a dos hermanos la esencia de la vida, o animalitos que pierden a su madre (si, como Bambi), pero también niños que saben van a perder a la suya y trama un plan para que no suceda, pero descubre que la vida sin la muerte no tiene sentido, son parte del mismo viaje.
Para niños un poco más mayores, son muy recomendables dos libros que hablan de la pérdida de una madre. En Mimi, de John Newman (Siruela, 2013), a pesar de la tristeza que inunda la historia, la desesperación y la impotencia, el autor consigue arrancarte algunas sonrisas. Es un libro tierno, muy bien escrito (una narración en primera persona muy natural, sencilla y divertida) que comienza de manera trágica: Mimi cuenta los días que han pasado desde el fallecimiento de su madre, pero que a medida que pasan los capítulos y una serie de acontecimientos que no voy a desvelar, la cuenta atrás cambia radicalmente, pues en pocos días una de sus tías se casa y hay que prepararlo todo. “… le dije a la foto de mamá que había sido el mejor de los días, le di las buenas noches, le deseé que durmiera bien y de alguna manera sentí que ella estaba allí conmigo”.
El cielo de Anna, de Stian Hole (Kokinos, 2013), cuenta con ilustraciones impactantes, mezcla de collage, pop-art, fotografía y diseño por ordenador, que llevan el ritmo y la historia a la perfección. Desde un columpio, cabeza abajo, se ven las cosas diferentes…muy diferentes. Por eso Anna le invita a su padre a que comparta esos mundos que ella ve desde allí arriba, así quizá puedan sonreír de nuevo, sobre todo él, su padre, porque tras haber perdido a su madre, ya no es el mismo.
Kazumi Yumoto, en la que fue su primera novela (Los amigos. Nocturna, 2015) escribe una sencilla, tierna y por momentos trágica historia, en la que nos cuenta cómo se enfrentan a la muerte tres amigos. Una historia conmovedora, en la que descubrimos que cada muchacho tiene sus propias penas, y es por eso que maduran, sin darse cuenta, enfrentándose a ellas del mejor modo que se les ocurre. Es una historia que te hace llorar, pero también reír. Y es que, como dice Kiyama, “vivir es algo más que respirar, si…”, y eso lo descubren los tres chavales precisamente cuando pretenden enterarse de qué es eso de morirse, y no se les ocurre otra cosa que espiar a un anciano al que, según uno de ellos, le queda poco tiempo de vida. Sin embargo, será precisamente la figura del anciano quién tendrá un papel decisivo en la vida de los tres muchachos. Leer esta novela es un buen modo de acercar a los niños el tema, pero también una buena forma de que los adultos nos quitemos ese resquemor a hablar de ello.
Despedir a los abuelos
Capítulo aparte de esta pandemia, pero también de la vida en general, es la pérdida de los más mayores, los ancianos. Es todo un privilegio vivir más, tener más tiempo de vida en la Tierra, pero las fuerzas se van agotando, el cuerpo tiene fecha de caducidad y, como la naturaleza misma, hay que dar paso a nuevas semillas, a nuevas generaciones. Es ley de vida, del mundo natural al que pertenecemos, y como algo lógico deberíamos verlo. Otra cosa es aceptarlo.
Hay muchos títulos que nos acercan al mundo de abuelos y nietos, y cómo estos últimos deben enfrentarse a que, algún día, los primeros ya no estén cerca para contarles historias, acompañarles al colegio o darles de merendar. Veamos algunos de ellos.
La isla del abuelo, de Benji Davies (Andana, 2015), cuenta el viaje de un abuelo y su nieto hasta una isla en medio del océano, donde pasarán un día espléndido de aventura. Sin embargo, a la hora de volver, el abuelo decide quedarse, y Leo tendrá que viajar solo, con el cielo amenazando tormenta. Al día siguiente, el pequeño volvió a casa de su abuelo, pero aunque todo parecía estar como siempre, el abuelo ya no estaba, y el desván al que había subido con él el día anterior se encontraba vacío y silencioso.
En ¿Dónde está el abuelo?, de Mar Cortina (Tándem, 2005), es una niña la que, ante la ausencia de su abuelo, pregunta a todos por él: a su madre, a su padre, a su abuela, que llora cuando se cree que nadie la observa. Las explicaciones que le dan no le convencen mucho, pero la que más le gusta es la que le ha dado su abuela (“dice que el abuelo está de viaje”), así que ha decidido escribirle una carta. Una carta que es un dibujo donde le dice que le echan de menos. No conforme con esto, le hace “la caja del abuelo”, donde pega una foto de los dos juntos y dentro va metiendo su pipa, el dibujo, y hojas y piedras que va recogiendo en el parque. Hasta que llega el momento de la aceptación, sabe que el abuelo nunca volverá, pero la vida continúa. “Ahora es papá quien me lleva al parque, la abuela quien me cuenta aventuras, y mamá quien me mece. Como hacia él”.
Del proceso de la enfermedad (demencia senil, alzheimer) hasta el desenlace final habla La abuela durmiente, de Roberto Parmeggiani (Kalandraka, 2015), donde un niño describe cómo su abuela duerme, duerme todo el día, desde hace un mes. Aunque no siempre fue así, y le hace cómplice al lector de lo animada, vital y divertida que era su abuela antes de que empezara a hacer cosas raras e inexplicables, para después dormir todo el día. Es una historia muy tierna, una historia que reconoce la labor de las abuelas antes de ponerse malitas, desconectar del mundo y desaparecer para siempre. “Pero un día vino el príncipe azul, le dio un beso, se despertó, y los dos se fueron juntos. Ahora ya no está aquí.”
Desde el humor está escrito La caricia de la mariposa, de Christian Voltz (Kalandraka, 2008), ya no por el argumento, sino por la originalidad de su presentación con una técnica mixta de collage y figuras en relieve elaboradas con materiales como metal, madera y tela. Abuelo y nieto comparten las tareas del jardín mientras hablan de la abuela, a quien tanto le gustaba. “Dime abuelo, ¿dónde está la abuela? Bueno hijo, verás… Unos dicen que está bajo tierra, con los gusanos y las lombrices… ¡Ya ves! Con el miedo que le daban a ella los bichos… Otros piensan que está allí arriba. Volando entre las nubes… ¡Con sus ochenta y cinco kilos! ¡Jo! ¡Jo! ¡Jo! Pero yo sé que no está tan lejos”. Porque el abuelo está convencido de que sigue ahí, siente su presencia, y siente que le echa una mano en el trabajo. Y esa presencia el autor la ha resuelto haciendo que la figura de la abuela aparezca como una línea más difuminada, pero presente en todas las páginas del álbum. Muy chulo, muy original, y lleno de humor que desdramatiza el tema, lo cual es de agradecer.
Si de originalidad hablamos, Katja Henkel nos presenta una historia perfectamente adaptada a los nuevos tiempos en Que el cielo espere (Siruela, 2008), con una pareja de hermanos que afrontan la primera Navidad sin su abuela Litalotte, y una madre (hemos de suponer separada) que tiene un nuevo amigo. Pero la pequeña Greta está dispuesta a portarse rematadamente mal para que la abuela, al verlo, baje desde el cielo a poner orden. Evidentemente, la idea no funciona, y es Julián, el hermano mayor, quien decide ir personalmente hasta el cielo a buscar a su abuela. Allí la abuela encontrará a un peculiar ángel, Gustav, que tratará de ayudarla al ver el soponcio que tiene por el tremendo follón que la decisión de su nieto ha provocado en la Tierra. “¿Tienes idea de por qué le ha dado por dejarnos aquí solos? ¿Será que ya no nos quiere? Litalotte intentó deshacer el nudo que tenía en la garganta, pero no lo conseguía. Cuanta más saliva tragaba, más grande se le hacía”.
Núria Parera, en Mi abuelo y yo (Juventud, 2015), escribe una historia llena de ternura para hablarnos de la vejez, su deterioro, y la muerte. La protagonista es una niña que, en primera persona, explica cómo disfruta de los besos que su abuelo Simón le va dejando en los sitios más insospechados, como debajo de una servilleta, o el bolsillo de la bata del cole. “Hoy se han llevado al abuelo al médico porque se ha olvidado qué hay que hacer para no atragantarse cuando se come”. Pero un día al abuelo le tienen que llevar al hospital: la edad le hace olvidarse de cosas fundamentales, como respirar. Cuando fallece, la pequeña cree que los besos desaparecerán con él. Sin embargo, su abuelo le ha dejado una sorpresa muy especial: un mapa con el que poder encontrar un último beso. ¡Qué buen escondite ha encontrado el abuelo! “Mamá y yo hemos buscado el beso del abuelo. Está muy alto y solo puede verse de noche”.
Un hermoso canto a la vida, y uno de mis títulos favoritos para tratar este tema, es Nana Vieja, de Margaret Wild y Ron Brooks (Ekaré, 2001). Una fábula con animales en la que acompañaremos a una abuela y una nieta en sus últimos días juntas. Nana Vieja le mostrará a su nieta Chanchita cómo afrontar las últimas horas de vida, disfrutando de la naturaleza, siendo plenamente consciente del final. “¡Mira! –dijo Nana Vieja–. ¿Ves cómo la luz brilla en las hojas? ¿Ves cómo las nubes se juntan a chismosear en el cielo? ¿Oyes a los loros discutiendo? ¿Puedes oler la tierra tibia? ¿Sientes el sabor de la lluvia?”. Es una lectura, yo no diría dura, pero sí realista, y aunque puedan brotar en algún momento las lagrimas, bienvenidas sean, eso significa que nos ha llegado a lo más profundo del corazón y que somos capaces de sentir. Los sentimientos hay que expresarlos, no guardarlos, no es una tragedia llorar en una situación dolorosa, y los niños deben verlo como algo natural.
Es fácil equivocarse a la hora de darles explicaciones a los niños, porque creyendo que se les va a tranquilizar lo único que se les genera es más confusión y miedo. Así que es bueno que, sin dramas, con respeto, con cariño, con historias como las que he citado, los niños puedan tener un primer acercamiento a la muerte, al duelo, a la pérdida, porque es algo natural.
Decía Confucio: “¿Qué es la muerte? Si todavía no sabemos lo que es la vida, ¿cómo puede inquietarnos el conocer la esencia de la muerte?”. Como se puede, ver Nana Vieja y Confucio piensan de manera similar (a pesar de que ella sea una cerda, y, todo hay que decirlo, muy razonable). Para saber morir lo primero que hay que hacer es saber vivir, vivir plenamente, disfrutar como si cada día fuera el último. La vida no siempre es alegría, juego, alborozo, risas, también hay momentos duros, de pena, angustia, lágrimas, dolor, pero ambas facetas son parte del camino, y una dota de sentido a la otra.
El ser humano se empeña en vivir ajeno a una parte fundamental de la vida. Si los adultos nos empeñamos en hacerlo, al menos no cometamos el mismo error con los más pequeños. Una de las cosas importantes que deberíamos aprender de este pasado año es precisamente lo valiosa que es la vida…porque existe la muerte.
Buenos días, conmovedor y esclarecedor artículo, escrito como los dioses. Felicitaciones, desde Uruguay, a su autor, y a la revista, por existir _()_.