Grégoire Solotareff
Madrid: Anaya, 2004
Una semana en Canarias, con vuelos y media pensión, desde 300 euros; siete días en Córcega, con vuelos y coche de alquiler, 265 euros; hasta (casi) 100 cuentos, 12,25 euros. Si se decide por esta tercera opción le doy más detalles: Cuentos de verano de Grégoire Solotareff, colección “Leer y pensar”, editorial Anaya.
No está de más decir que Solotareff es uno de los autores más populares de nuestra vecina Francia. De padre libanés, de madre rusa, Solotareff no se lo piensa y nace en Alejandría. Estudia medicina y la abandona para dedicarse por completo a la escritura y al dibujo. A día de hoy tiene publicados casi un centenar de libros. También tiene sus manías. Como todos. Yo, sin ir más lejos, tengo la manía de repetir insistentemente que “Leer y pensar” es la mejor colección de literatura para jóvenes; el editor tiene la manía de no indicar en ningún sitio el nombre de esta colección; y Solotareff tiene la manía de recurrir a duendes, ratones, zorros, conejos, golondrinas, cangrejos… para protagonizar esta colección de ¿fábulas? Con lo sencillo que sería utilizar a hombres. Da igual el sexo.
Con un estilo limpio, conciso, depurado, con un humor fino pero evidente, con una demasía de puntos y aparte, con unos diálogos directos, Solotareff nos invita a la lectura de sus cuentos de verano. Comenzamos a leer el 21 de junio y acabamos el 21 de septiembre. O viceversa. Ya que el orden de los factores no altera el producto libro.
Las historias que nos propone este autor-ilustrador se suceden como los días: uno tras otro. Y sin querer ya tenemos un año más. Y sin darnos cuenta hemos dejado atrás sueños, engaños, obsesiones, reproches, adversidades, oportunidades perdidas, luchas interiores, sombras, miradas, silencios, enamoramientos… Todo esto y algo más no cae en saco roto, cae en una cinta transportadora que recorre una gran nave de paredes prefabricadas, y en la que un sinnúmero de escritores y aprendices seleccionan el material con el que alimentar sus novelas, sus relatos, sus cuentos, sus fábulas, sus éxitos, sus fracasos.
Si nos fijamos bien, uno de ellos es Solotareff: un señor de mediana edad, de aspecto europeo, bien peinado, con ojos de pillo. Este escritor-ilustrador rastrea la nave cuatro veces al año, una por cada estación, abre su saco y para adentro.
Ya en su casa, este finalista al premio Hans Christian Andersen, año 2004, en la especialidad de ilustración, en pantalón corto, con la ventana abierta, con los pájaros gorjeando de rama en rama (estamos en pleno estío), escribe las primeras líneas de sus historias. Algunas de ellas gloriosas: “A Miki no le gustaban los besos”, “Idris y Cloé esperaron a que los bañistas se marcharan para ir a besarse entre las olas”, “Jeff, un ratón de origen marroquí, se pasaba la vida por los caminos en busca de su padre desparecido”… Líneas que nos adentran en lo extraordinario de pequeñas historias que concluyen en muchas casos con una duda existencial: “Pero ¿conocemos realmente a los ratones?”
Estupendas, que no mágicas, son las ilustraciones del propio autor. En blanco y negro, de trazo contundente, Solotareff, sin apenas detalles, nos bosqueja los personajes de este volumen de cuentos. No todos, esa es la pega. Me hubiera encantado conocer la cara de Iván el lagarto. Un 10 de julio.
32 de agosto
Ernesto leía y comía pipas. Todo esto en la playa.
Era el único de toda la playa que comía pipas. Era el único que leía un libro de cubiertas de color amarillo limón.
-Dicen que el amarillo trae buena suerte -le espetó una chica, perpendicular a él.
Ernesto apartó el libro y alzó la vista. La vio.
-Ya lo creo -contestó.