Si te pregunto: “¿Qué te trae por aquí?”, podrías responderme: “La Parca” o “Atropos” o “La sacamantecas” o cualquiera de estos nombres cultos o profanísimos que conocías al dedillo, pues es bien cierto que hasta mi escritorio, hoy, te ha traído la noticia de tu muerte estupefacta, tanto más triste cuanto más inesperada.
No sé qué harán contigo y tu memoria todos tus amigos y amigas todas, que andamos aturdidos desde el final del verano al saber que ya no estabas ni tu, ni tu voz, ni tu saber en carcajadas. Dirán de ti cosas cultas y académicas, te glosarán con honor y afecto, porque no se puede mentir en tu ausencia, y fuiste querido y admirado, sorprendentemente humano y terrenal, feliz poseedor de un nombre de evocación más que mágica.
Yo te recuerdo, Mario, con un afecto íntimo y agradecido. No sé ni quiero recordar cual fue el inicio de nuestro encuentro, pero si sé y publico que siendo tu ya tan traído y llevado por los azares de la vida, y tan increíblemente competente en memoria cultural, y tan abrumadoramente generoso como para poder intimar tanto con los encumbrados literatos del Nobel como con los menores en edad, peso y altura, fuiste y fuimos amigos.
Fue la nuestra, al inicio, una amistad llena de proyectos, tanto más ambiciosos e inalcanzables cuanto más amigos y amigas podíamos involucrar en ellos. ¿Te acuerdas? (déjame decir, de paso, que Rosa y Roser y Gemma, Paloma, y Antonio, Miquel, Ángel y Jesús te mandan besos). Me mostraste tu casa de la calle de la Palma, y tu gato y tu país en un asado de tira, que jamás pude repetir con tanto éxito ni abundancia. Y me fecundaste un tal deseo de visitar Buenos Aires, que se me inunda incansable en el cerebro y remite ahora un poco, al cortarle de raíz la posibilidad de que tu seas quien me lo muestre, tal como quedamos en nuestro último e-mail. ¿Cómo será Buenos Aires sin tu voz?
Te hecho en falta, Mario, te hecho mucho de menos, picarón. Tuviste algo de duende y no sólo en lo de tus malabares léxicos, honesto y travieso poeta de poetas, orfebre de la lengua, Cellini de la traducción… ¡Qué gusto leerte y qué más gran gusto oírte declamar, mientras mondabas una manzana o tranquilamente fregabas las baldosas! ¿Te acuerdas? ¿Os acordáis?
Para los que no estuvisteis allí –y no estabais—voy a desvelar un secreto de nuestra intimidad. Viniste a Barcelona, en parte por asuntos profesionales y en parte porque queríamos armar una macroexposición a modo de atlas de la fantasía toda y de todos los tiempos y condiciones. Pernoctabas en mi pisito de la calle Villar, y era verano, y te sudaban los pies, y me nevaste las baldosas oscuras del baño con polvos de talco…Yo, que siempre tuve un alma muy apegada a la limpieza del hogar, puse, tonta, el grito en el cielo, o cuando menos en el techo, y tu, sonrojándote (o no, que siempre fue difícil distinguir entre lo rosáceo de tu tez) me respondiste “Ya te ayudo…”. Te inclinaste y con el dedo sobre el talco, dibujaste la silueta de un ser inaprensible a mi comprensión: “¿Ves?—dijiste—Un esciápode es así” y continuaste: “Y un demogorgón, así. Y un licophante, así…” Me incliné y te ayudé, y tu dictabas y yo dibujaba y nos faltó talco y añadimos más, y toda la fantasmagoría fabulosa de la mitología más clásica fue apareciendo y desvaneciéndose en el suelo granate de mi baño, y me diste una larga, intensa e inesperada lección magistral de erudición, que nos llenó de gozo y alegría para el resto del día…y de mi vida, botarate.
Los alumnos deben ser sinceros con los maestros, Mario. Y debo confesar que ya no me acuerdo de todos los nombres y seres fantásticos que nombraste y dibujé con talco. O sea que, por favor, en el talco de las nubes que hoy empañan este atardecer mediterráneo, siluetéame, por favor, por favor, algún que otro ehecatotontin o arimasto, para que yo entienda y acepte, jubilosa, tu reencuentro con la vida y la sabiduría. Por favor te lo pido, Mario. ¿Lo harás?