Elenita

Campbell Geeslin
Ilustraciones de Ana Juan
Madrid: Kókinos, 2006

En los cuentos fantásticos, cuando el personaje protagonista, en el viaje prescriptivo, se encuentra con un personaje secundario y le ayuda, esto se va a transformar luego en una respuesta del ayudado al protagonista, devolviéndole el favor. De esa manera, las ayudas vienen a ser “inversiones” de futuro. En el caso de la historia de Elenita, son auténticos actos de generosidad cada vez que la niña, en su viaje, va ayudando a otro personaje que lo necesita sin recibir nada a cambio más que la satisfacción de haber ayudado, que, a su vez, se transforma en su propio crecimiento personal (representado mediante el descubrimiento de nuevas melodías con el “instrumento” que lleva). Y así la historia concluye con el éxito de la empresa emprendida.

Otro elemento vertebrador de la obra es el tesón, junto con la astucia, para vencer la dificultad de, siendo una niña, querer y poder hacer algo “de chicos”, como es el soplar vidrios en el México donde transcurre la historia.

Por ello se nos presenta a Elenita “parecida” al sol, que es como cristal fundido, y a la luna, que es como cristal frío: su parte cálida de generosidad y afectividad, y su parte fría de calculadora e inteligente.

Pero esta historia sería otra sin las ilustraciones de Ana Juan, que van a recoger todo lo explícito y lo implícito de lo que se nos cuenta en el texto, además de marcar el ritmo preciso con una atmósfera de calor, de calma, donde todo pasa de forma tranquila: los personajes sentados, echados, “quietos”… Hasta la carrera del correcaminos es hacia el fondo de la imagen, por lo que al verlo correr de espaldas no llegamos a tener sensación clara de movimiento.

Y es esto lo que hace que resulte tan viva la página del reencuentro de Elenita y su padre, ese abrazo en volandas con todas las figuras en movimiento. Pura apoteosis para un libro delicioso.

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