El jardinero de las palabras

Dice Antonio Machado en una de sus parábolas:

Érase de un marinero
que hizo un jardín junto al mar
y se metió a jardinero.
Estaba el jardín en flor
y el marinero se fue
por esos mares de Dios.

Juan fue marinero antes que autor, ¿o ya acaso en su corazón habitaba el escritor que nos enseñó, entre tantas cosas, que hay que «leer los libros para después poder leer la vida»?

Y gracias a sus palabras, pudimos afinar nuestra mirada para hecerla más sensible, y, así, no solo tuvimos una experiencia estética al leerlo, sino otra emocional al descubrir su metáforas vitales.

Juan construyó, con paciencia gallega, un jardín de palabras, casi un jardín secreto, pues nunca supimos dónde estaba la puerta por la que se entraba, la cancela por la que se accedía a ese reino en el que lo sutil se nos aparecía con la sencillez —y digo sencillez, no simpleza— de lo espontáneo, de lo aparentemente fácil. Como en un poema de León Felipe, lo accesorio había desaparecido para mostrarse solo lo esencial, las palabras justas, medidas, como en la poesía. Pues Juan tenía ojos de marinero, pero mirada de poeta, por eso sus textos —los primeros, aquellos escritos en su juventud, que nacieron con voluntad canónica, y los posteriores, los conocidos como libros para niños y jóvenes, pero que todos ellos sostienen la mirada de un adluto inteligente— son mucho más que peripecias o aventuras. Siempre contienen una mirada ética. Por ello, nunca salimos indemnes de su lectura.

Juan fue el creador de un universo literario de una profunda hondura, mediante unos significantes muy sencillos, escuetos, leves, mínimos. Su prosa poética es una lección de humildad narrativa, de ausencia de ornamento, aquello que para Adolf Loos era un delito.

La prosa de Juan tiene la grandeza de lo pequeño, de los textos ausentes de pretensión, porque él no escribía lo que quería, se peleaba con cada una de las palabras que componían sus relatos hasta que sonaban con la cadencia y el ritmo de la música, por ello en sus composiciones los silencios son tan importantes.

Por deseo, pero también por necesidad, esa necesidad que sentimos hacia lo amado, seguiremos, pues, visitando ese jardín en flor, aunque su jardinero se haya marchado por esos mares de Dios.

(Fotografía: bib.cervantesvirtual.com)

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