Cuentos de verano

Grégoire Solotareff
Ilustraciones del autor
Madrid, Anaya, 2004

Hay una costumbre entre los lectores, que leen un libro para obtener argumentos contra los demás, que consiste en afirmar que tal o cual libro habría que ponerlo de libro de texto en las escuelas. Leí por penúltima vez esta pérfida ocurrencia en una columna de Rosa Montero, quien aseguraba que el último libro de Ignacio Martínez de Pisón “tendría que ser de obligada lectura en las escuelas”. Luego, claro está, por supuesto, y a continuación, estos buenos tipos afirmarán estar en contra de la moralización e instrumentalización de la literatura, sea en beneficio propio o de una visión particular de la existencia.

Y este defecto, el leer contra los demás, en convertir la lectura en un vademécum ético o existencial, es muy común en la mayoría de quienes, además de ser lectores compulsivos, nos las vemos y deseamos con un alumnado cada vez más necesitado, eso pensamos los adultos, de un buen tute carismático e ideológico.

Escribo este exordio porque este es, sin duda, el peligro que corre el libro de Solotareff: en que los padres o los profesores lo conviertan en una plataforma ideal para orientar ética o ideológicamente a sus retoños o a sus alumnos, respectivamente.

Es un libro ideal para ello. En parte, porque es un libro de brevísimos relatos y, sobre todo, porque entronca directamente con la literatura de la moraleja, es decir, de las fábulas. Pero Solotareff tiene muy poco del afán moralizador de los Fedro, Esopo, La Fontaine, Iriarte y Samaniego, y sí, y mucho, del espíritu fresco e insolente de los Bierce -intenten leer, por favor, su Esopo enmendado-, Rodari, Malerba y Monterroso, fabulistas de la posmodernidad con los que Solotareff, tanto en la elaboración de sus textos como en la solución que da a sus planteamientos narrativos, guarda una íntima relación. Y eso ya está mejor, porque los nombres que acabo de citar, con la excepción de Rodari, no son, dicen algunos, los más adecuados para que los niños los lean y empozoñen de este modo la víscera tiernísima de su corazón. Pero, ¡ay, si los adultos supieran lo mucho que les encanta leer a Bierce, Malerba y a Monterroso…!

Además, Solotareff escribe muy bien. Nombra con exactitud. Describe a sus personajes con entusiasmo, sea de forma analítica – el físico- o sintéticamente -el comportamiento-. Abre y desarrolla los relatos con gracia y sencillez. Y no es nada racista, pues trata a todos los personajes con igual crueldad o ternura. Da lo mismo que sea una rata o un mirlo.

Abundan en ellos la mirada satírica, pero no irónica -la ironía es la mirada despectiva de quien se considera superior. Y, sobre todo, hay humor, mucho humor, a veces sarcástico y otras cínico. Y, como no podría ser de otro modo en una mente que conoce bien lo animales que son a veces los monos racionales evolucionados, hay una gozosa ridiculización de las falsas pretensiones del sujeto existencial..

En ningún momento se sospecha que Solotareff haya escrito sus relatos acuciado por la prisa. Por eso el movimiento de los mismos es templado y sosegado. De ahí la riqueza lingüística e imaginativa. Y el cierre técnico de los mismos es de lo mejor que he leído hasta la fecha.

Termino. La incertidumbre, la perplejidad, el asombro, bañan una y otra vez la sonrisa del lector, quien muchas veces se verá en la situación de poner los puntos sobre las íes de lo leído, pues el autor no le da ninguna pista, excepto un final paradójico. Y no siempre será capaz de llegar a una interpretación -he ahí la gracia-, porque la contradicción y la paradoja tejen y destejen la trama y las relaciones de los personajes de todo tipo: duendes, ratones, hormigas, monos, calamares, etcétera, que, como en las fábulas antiguas, faltaría más, encarnan casi todas las virtudes y vicios que nos interesan a los seres humanos.

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